BALLET ADAGIO

De pequeña quería ser una princesa y mi madre me llevaba a clases de ballet.

El único problema era que no quería ser el tipo de princesa que baila. Porque el ballet nunca me gustó. A esa edad, que no sé exactamente la que era, yo medía veinte centímetros más que mis compañeras, así que pensaron que sería bueno para mi psicomotricidad. No sabían que iba a ser fatal para el resto de mi vida.

En las primeras clases de danza imitábamos animales y saltábamos como pequeñas bestias vestidas de rosa. Yo no entendía muy bien con qué fin hacíamos las mongolas en clase, y si tan bárbaras actividades servían realmente para aprender a bailar. Pero me parecía aceptable, ponerse unos zapatos de ballet tenía su parte de encanto.

Pronto me di cuenta de la castradora realidad. Solo había visto la parte amable de la danza. La otra, era tener una profesora con verruga que no te dejaba ir al aseo a beber agua. Yo era de las más mediocres en el digno arte de saltar en mallot, y básicamente me dedicaba a sacarme mocos de la nariz. No sé muy bien dónde los pegaba, a lo mejor en la barra de estiramientos. El caso es que la fea de la verruga remarcaba todo el tiempo mis errores y ponía en evidencia mis carencias. Solo en un ejercicio que consistía en estirar el cuello yo era de las mejores. Había una chica que se llamaba Úrsula y que lo hacía igual de mal que yo, así que nos ponían juntas. La verrugona llegó a amenazarme con no dejarme salir en la obra si no mejoraba y practicaba en casa. Yo, que era una niña, me lo creí. Ahora sé que me tenía que dejar actuar, pues gracias a las madres preocupadas por la psicomotricidad de sus hijas, que pagaban religiosamente las mensualidades, la profesora pudo pagarse una dura operación para quitarse la verruga.

El caso es que éramos impares y consideraron que sería mejor que yo no actuase en el primer espectáculo, el de danza clásica, sino en el último, el de flamenco. Como por azar. Tuve que aprender a tocar las castañuelas, cosa que me gustaba un poco más, porque al fin y al cabo se basa en aporrear hasta que te salga. Sin embargo por esa época se me caían los dientes de leche y este hecho me parecía mucho más interesante. Así que en vez de practicar con las castañuelas me miraba la boca.

Llegó el día de la representación. Lo hice todo al revés que mis compañeras. Mi madre me dijo que cuando acabamos grité, indignada, que todas se habían equivocado de lado y que sólo yo lo había hecho bien. No sé si mi subconsciente infantil reaccionó y le aguó la fiesta a la tipa de la verruga, pero a día de hoy me siento orgullosa de mí yo niña. Si retrocediese en el tiempo y volviese a llevar mallot y zapatos de ballet, me volvería a sacar los mocos y volvería a joderle la representación a la ruca aquella.

Años más tarde, dos amigas mías tuvieron la extraordinaria idea de hacerse bailarinas con 16 primaveras. Y acudieron a la escuela de la susodicha verrugona a informarse. Y es lo que pasa con 16 años, donde va una, van todas. Y allí me encontré de nuevo, frente a la harpía, mucho más vieja y sin verruga. Todo el mundo tiene sus propios demonios, esas personas que han contribuido a generar traumas y a reforzar inseguridades. Pues la mía me preguntó si no quería, yo también, tomar clases de danza. No, le dije, ya lo intenté pero no me gustó. Me ahorré el explicarle que puede que no me gustase por su culpa. Porque a lo mejor yo era una niña a la que le gustaba bailar al revés.

No contenta con traumarme de pequeña, la tipeja lo intentó también en mi adolescencia. Y si no quieres ser bailarina, me preguntó, ¿qué quieres ser? ¿secretaria?

¿Secretaria o bailarina? Hete aquí la cuestión.

Cuando mis amigas y yo contestamos cosas como “arquitecta”, “odontóloga” o “economista”, la mujerzuela nos miró con una cara que jamás olvidaré en mi vida. No se lo creía. No éramos delgadas, ni muy guapas, ni estábamos bien peinadas y vestidas. Así que no se lo creía.

Pues jódete cerda, porque ninguna de nosotras quiso ser bailarina y ninguna de nosotras será secretaria. Y mis amigas serán odontólogas, arquitectas y economistas.

Y yo bailaré sobre tu tumba.

P.D. Y esta es mi relación traumática con la danza. También tengo relaciones traumáticas con la música, con el deporte y con las matemáticas, además de con los hombres y las personas en general. Pero las dejo para otra ocasión. No sé por qué, ayer sonó el despertador y me acordé de todo esto.

Ballet Adagio; 1972, Norman McLaren

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