Vale
Mi compañero de piso iraní es un hombre con jersey de los noventa, pelo de los noventa y gafas de los noventa. Es un hombre de treinta años que baila como un hombre de tres. Y sólo ahora, que escribo la palabra «hombre» para referirme a él, me doy cuenta de que sí… es un hombre y no un hermano pequeño. Si lleva pelos, gafas y jersey de los noventa es porque debió comprárselos en los noventa. Cuando era un chiquillo. A veces se viste con el mismo jersey de los noventa durante toda una semana, creo que es porque es un ser austero. Come confitura de zanahoria con pan de pita para desayunar. Y se la come con las manos y hace mucho ruido cuando mastica, así que a veces nos enfadamos con él sin razón, solo porque el sonido que produce con su boca es irritante. Es todo un reto comer a su lado. Creo que mis experiencias con el Yoga me ayudan a superar el trauma. Tiene la costumbre ancestral (porque digo yo que vendrá de sus ancestros de oriente) de ofrecerte todo lo que come, y si dices que no él insiste e insiste e insiste (e insiste) hasta que al final cedes a probar el vino de su región, que sorprendentemente ha encontrado en esta ciudad (vaya). Da igual que no te apetezca beber vino cuando estás comiendo un bol de cereales con leche. Pero atención amigo, si no te lo bebes te guarda tu ración para un momento más adecuado. Otra historia es la de que pruebe la comida ajena con los dedos y sin pedir permiso.
Es un hombre anclado en los noventa de Oriente Medio. Y, reconozcámoslo, estamos tan anclados en nuestros propios noventa que no nos paramos a pensar en cómo fueron noventa en otras civilizaciones que también pasaron por los noventa (todas, por otro lado).
Es el noventacentrismo.
Y sí, mi intención es escribir noventa veces la palabra noventa. En noventa líneas agrupadas en nueve párrafos de diez líneas. Nueve por diez, noventa.
En sus noventa se enamoró de Mozart y vió noventa veces Mozart, la película. Luego se volcó en The Doors, y vió The Doors, la película. Más tarde pidió un permiso de residencia permanente para explorar los resquicios noventeros de un país como Canadá. Tras años de espera (no fueron noventa años, que mal me viene) partió finalmente. Sin olvidar su maleta repleta de esas reliquias maravillosas que son su jersey de los noventa, sus gafas de los noventa y su pelo de los noventa. Mi teoria es que en realidad es casi calvo y solo tiene noventa pelos, por eso se pone la peluca que compró en el mercado negro-travesti de Irán. Es lo que tiene el Ayatollah, que por cierto se implantó en 1990 (yesss). Y así se plantó en la casa Appleton, donde me encontré con él. El último recuerdo relevante que tengo de su persona responde a la escena más decadente que jamás en mi vida he presenciado: un hombre realizando movimientos espasmódicos (lo que creí adivinar, respondía a una voluntad de seguir con el cuerpo los impulsos rítmicos de la música… es decir, pretendía bailar), un sombrero en su cabeza, una chaqueta de pata de gallo blanca y negra, una cara repleta de números pintados en rojo, y una yo vestida de rosa y disfrazada de muerta (sí, es posible hacer las dos cosas a a vez). Creo que aunque lo repitiese noventa veces no podría expresar el verdadero declive moral que significó celebrar Halloween tres días después. Puede que la señal más obvia e inequívoca de que se trataba de la mejor Fiesta No-fiesta en la que he estado es la calabaza podrida que empezaba a descomponerse en la entrada de casa. Si alguna vez ves una calabaza cuya sonrisa comienza a torcerse a causa de la putrefacción… no entres. Puedes encontrarte con una dimensión desconocida, una especie de Casa de los 1.000 Cadáveres en versión multicultural y multidisfuncional. Donde la gente pierde la dignidad.
Vivan los noventa, sin embargo. Y viva Él. Como dice la mejicana, .
En ocasiones doy las gracias al Señor por haberme permitido no aburrirme en esta vida en referencia a todo aquello que tiene que ver con mis relaciones interpersonales. No puedo decir que no haya conocido gente, que no haya salido fuera, que no haya objetivizado. Y después de variadas experiencias empíricas debo concluir diciendo solo una cosa, y para ello utilizaré una fuente bíblica, que son las que más satisfacciones me aportan: Dios los cría y ellos se juntan.
Sólo que a veces ellos se separan y se van lejos lejos. Pero bueno, siempre es para ir a peor.
Y eso, quieras que no, reconforta.
El declive del Imperio Americano. Denys Arcand, un maldito quebecoise. 1986.