IL ÉTAIT UNE FOIS DANS L’EST

Para evitar llorar más de lo necesario ante el declive del imperio quebeco, he ido a ver a Sarah Jessica y a las otras muchachas en la película que sigue a esa serie que tantas satisfacciones me dio en su día, a su paso por el canal Cosmopolitan. Cuando era más joven y estaba necesitada de ficción mala con buenos diálogos. En la peli, como de costumbre, las solteras llevan tacones-y-todo-eso, disfrutando con la idea de vivir en una ciudad donde se puede encontrar el amor. Una ciudad, Nueva York, donde la mitad de sus habitantes son negros… pero no los vemos. Menos cuando son chóferes o similares, claro.

Minutos antes de que la película comience, la chica negra que está a mi lado refunfuña, maldice, se queja de lo que a ella le parece una falta de respeto: que yo apoye el pie en el asiento de delante (vacío, por otra parte). Qué barbaridad, que falta de todo decoro, que luego dicen que son los negros los que son unos cochinos sucios, pero que los blancos son los más puercos, no hay más que mirarme. Cuenta una anécdota, para demostrar a su amiga la teoría de que los blancos son sucios, mediante una experiencia empírica anterior a la que ahora mismo está a su lado. Después, arremete de nuevo contra mi pie, todavía rebelde en el asiento de delante. Al principio no entiendo bien la relación entre la vergüenza, el blanco, el negro y la suciedad. Pero, finalmente, y al ser yo blanca, me siento aludida. Así que bajo la pata del asiento, no sea que me expatríen a dos días de mi partida. Ella grita que, a Dios gracias, al fin la maleducada esa lo ha entendido. Acto seguido pregunto a la muchacha que, si le molestaba que pusiese el pie en el asiento de delante, solo tenía que decírmelo de manera educada. Ella me responde: << acaso hablo contigo? Porque si hablo contigo te lo digo, pero no estoy hablando contigo, así que cuidado.>>

Si me insultas llamándome cerda blanca podrías ser un poco congruente con la vida en general y contigo misma en particular y dejar de pagar los putos 8 dólares que cuesta una entrada de cine para ver cómo desfilan ante ti los estandartes del imperio criollo americano, donde las princesas de alto standing son todas de un blanco inmaculado y donde la protagonista, una tal Carrie, contrata a una negra (oh, no me lo puedo creer) para que sea su asistenta personal, una especie de versión moderna de la Mami de Vivian Leigh, con demasiado gloss en los labios y cara servil, que sabe de informática y que libera a su ama de los grandes problemas logísticos de la vida real, como leer los mails o abrir las cartas. La versión chic de una… ¿sirvienta????

Ahora tomo aire. Yo tampoco debería haber comprado esa entrada.

Carrie, en un arranque de caridad con la muchacha negra de provincias, le regala un bolso Fendi (¿o era Louis Vuitton?). ¿Por qué te emocionas y gritas, para que todo el mundo en la sala te oiga, que eso es verdadera amistad? ¿A qué estamos jugando?

Este incidente no va más allá de mi indignación al ser llamada cerda argumentando mi condición racial. Pero si yo me indigno, por ella y por toda la tontería junta acumulada en la película, mezclada con una declaración de intenciones que podríamos calificar de clasista o muy clasista, ¿por qué la tipa no me deja ser una cerda sin color de piel? Reivindico el derecho de ser llamada puerca sin más.

También reivindico la posibilidad de poner el pie en el asiento de delante sin tener que convertir todo esto en un asunto de estado.

¿Tú por quién hubieses votado antes de que Hillary se retirase para ser vicepresidenta?

Il était une fois dans l’est; André Brassard, 1974

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