Cindy no fue Cindy hasta la muerte de su padre. A los diez años se llamaba Gertrud, vivía en Berlin y llevaba trenzas. Era hija del célebre mariscal Göring, ministro de la Fuerza Aérea Germana durante la segunda mitad del Tercer Reich. La pequeña Gertrud tuvo una infancia encantadora: los viernes comía pasteles de crema en casa de la señora Bormann, los sábados la criada la llevaba al cine para ver lo último de la UFA, los domingos jugaba a médicos con su primo Rudolph. Durante estos juegos de infancia, el chiquillo se encargaba de medir y toquetear las partes del cuerpo de su prima, con el fin de atestiguar que pasaba la prueba de la pureza. El padre de Gertrud había pertenecido a las SS, donde hizo carrera hasta llegar a ministro. En dicha organización de élite, solo aquellos que demostraban tener orígenes limpios de mestizaje desde, al menos, dos generaciones atrás, eran admitidos en el cuerpo. El mariscal siempre se pavoneó de sus ancestros “puramente eslavos”.
La pobre Gertrud, pese a tener la seguridad casi absoluta de que la prueba resultaría siempre satisfactoria, no podía evitar el sentir cómo se le encogía el estómago antes de que Rudolph emitiese su diagnóstico. Si ella provenía de las tierras de Zoria y Danica, nada podía pasarle. Estaba predestinada a ver el renacer de una nación pura, en la que cada individuo contaba como un pequeño engranaje dentro del sistema. Si de repente a su nariz se le ocurriese crecer unos centímetros o el ancho de su cráneo ya no fuese el mismo, todo el trabajo que hubiera podido entregarle a su nación caería en saco roto.
Pese a estas momentáneas crisis de identidad aria, Gertrud se sentía pura y limpia cuando se miraba al espejo. Cada vez que se levantaba por las mañanas y se vestía para ir a clase, encontraba sus ropas amorosamente plisadas por la nurse, desprendiendo éstas un suave olor a lavanda. Las braguitas, camisetas y calcetines eran de un blanco inmaculado. Y la falda gris a cuadros escoceses estaba perfectamente planchada. A Gertrud no le cabía la menor duda, eso debía de significar la pureza de la raza.
Cuando a los catorce años su primo Rudolph decidió pasar a toquetear otras partes de su cuerpo (de más difícil acceso con cinta métrica) ella pensó que este hecho en nada molestaba a la tan presente pureza de la que hablamos. Es más, le hubiese gustado poder empezar a servir a su patria acudiendo a las casas de maternidad, donde bellas mujeres con sedosos cabellos rubios envueltos en coronas de flores se ofrecían a los miembros de la Lebensborn. Allí crecían centenares de retoños, concebidos para purificar a la nación progresivamente, dando la oportunidad al gobierno de limpiar el país de indeseables razas no meritorias de respeto alguno.
El día de la primera regla, Gertrud comunicó a su madre que ya estaba preparada para servir al Reich: qué mejor manera de hacerlo que entregar sus ovarios al disfrute de los soldados, a la causa nacional, a la ciencia inclusive. Pero la madre, que no estaba de acuerdo con tales modernidades y que, además, era una católica convencida (hecho que el mariscal siempre trató de ocultar, pues no era bien visto por los defensores de la patria), puso el grito en el cielo y le propinó una bofetada. Eso era para campesinas sin estudios, ya encontrarían ellas otra manera de servir al régimen.
El sueño de convertirse en la mártir paritorio del Nuevo Orden quedó, así, aparcado.
El curso de los acontecimientos cambió de rumbo, sin conceder a Gertrud un tiempo prudencial para poder acostumbrarse. De pronto, los periódicos anunciaban que su padre iba a ser ahorcado después de los juicios de Núremberg. Los botines, las bragas, las camisetas y sus faldas grises de cuadros escoceses… todo se le hizo pequeño. Y además, ya no tenía criada alguna que se los fregotease. Lo del olor a lavanda quedaría reservado para otras jovencitas, porque ni ella sabía lavar ni su madre parecía dispuesta a hacerlo, entregada como estaba a arrancarse el pelo de la cabeza y demás crisis histéricas. De pronto Gertrud ya no se sintió tan pura.
La familia del primo Rudolph pensó en trasladarse a América puesto que el cabeza de familia era un reputado científico molecular, y ya se sabe que de esos hacen falta en todas partes, independientemente de a quién se haya servido antes y con qué fines. La madre de Gertrud, muerta ya en vida, tuvo un momento de lucidez y dejó a su hija en manos de la familia de su hermano. Todos los documentos fueron falseados y los pasaportes perfectamente diseñados. En una semana, Gertrud y Rudolph pasaron de ser primos a ser hermanos.
Una vez en América, la familia se instaló en un pequeño apartamento de Nueva York, en el barrio de Queens. Para evitar los molestos y groseros comentarios de todo un país germanofóbico, Gertrud decidió hacerse llamar Cindy. Rudolph, por su parte, pensó que le gustaba más ser Rusty y abandonó su afición a la medicina por otra que no complacía tanto a sus pretéritos modelos de conducta. O lo que es lo mismo, sus padres. Pero aquí el que no corre vuela, y Rusty acabó ganándose la vida como campeón regional de bolos, acostándose con camareras (a las que, pese a todo, seguía midiendo la anchura del cráneo), y consagrándose a la noble causa cervecera.
La nueva Cindy debía decidir qué nueva (y casi improvisada) dirección tenía que tomar su vida.
Pero la resolución es muy costosa para ella. Por eso vuelve del pasado para demandar nuestra ayuda.
La Desisión de Sophie (en honor a mi madre); 1982; Alan J. Pakula. Meryl Streep está de moda (Kevin Kline, no).