Rachel lo ha perdido todo. Su marido la ha abandonado para formar una familia con otra mujer. Para más inri, ahoga sus penas en el alcohol mientras simula que no ha perdido su trabajo. Por ello coge el tren cada mañana. Un tren cuyo trayecto se interrumpe siempre frente a una casa en concreto, donde viven Jess y Jason. Una vida de ensueño que la protagonista observa tras el cristal de su vagón, sabiendo que lo tuvo todo y que lo ha perdido para siempre. Solo que Jess y Jason solo existen en la cabeza de Rachel, como la proyección de sus propios deseos y frustraciones. La realidad, como suele pasar, es mucho más turbia. Un día, Jess desaparece y Rachel se ve involucrada en el caso. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de sí misma.

Sinceramente, este es uno de esos libros cuyo interés se da por concluido justo cuando llegas a la última página. Sí, tu pulso se altera un pelín hasta que consigues saber quién es el asesin@, pero el interés desfallece una vez llegados a ese punto. Hay muchos libros así, no es un problema, pero tampoco es un placer. Placer es Diez Negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Asesinato en el Orient Express… Libros que no solo te ofrecen una salida o, dicho de otro modo, el alivio que se experimenta al conocer quién está al final de la madeja… sino también un largo e interesante viaje. No desear que se acabe, no querer conocer quién clavó un cuchillo en ese cráneo. Que el libro dure para siempre.
Sin embargo, ese es otro debate, y el que aquí nos ocupa es mucho más mundano.
Puede que si mis conocimientos en teoría de género fuesen más avanzados este artículo sería más jugoso. Aún así voy a analizar el best-seller de la (pasada) temporada, La chica del tren (Paula Hawkins, editado en España por Planeta), en clave de género. No se me ocurre cómo hacerlo de otro modo, carecería de interés.
Atención, spoilers.
Bueno, vamos a centrarnos. Tenemos un maravilloso elenco de mujeres no tan maravillosas. Tres para ser exactos, cada una traumatizada por un evento en su vida pero con un mismo denominador en común: la maternidad y el sentimiento de culpa que ello les genera. Ah, y los hombres. Hombres que las abandonan, hombres que se portan mal, hombres violentos. Y ellas tan tranquilas, sintiéndose miserables, poco atractivas, poco útiles. Valoradas solo por su imagen y por la calidad de su útero. Mientras, ellos son autosuficientes, profesionales emancipados y manipuladores. Al contrario que en Perdida, la exitosa obra de Gillian Flynn, aquí las viscerales y torpes son precisamente ellas y, los alevosamente premeditados, ellos.
Los estereotipos de género se dibujan en el libro de manera brutal, suponemos que ex profeso. O eso esperamos, porque La chica del tren nos mete de lleno en un microcosmos donde ellas son un completo desastre (celosas, alcohólicas, vagas, adictas al sexo) y ellos los efectivos jefes de la manada. Tan jefes y tan de la manada que, de hecho, son seres violentos, maltratadores (ese Scott tan desolado, rompiendo cosas y encerrando a Rachel en una habitación, para comérselo). Por supuesto, ellas están TAN necesitadas de su amor y su protección que no se enteran de nada, acudiendo una y otra vez a ellos aunque eso las acabe matando.
Y cuando digo que no se enteran de nada, es nada. Tan preocupadas como están por la belleza, los hijos y la libertad que no tienen. Definidas por sus carencias. Haciéndose la competencia. Evidentemente, odiarnos entre nosotras supone un gasto energético considerable. Tanta empeño le ponen, que Rachel ignora por completo que su ex, Tom, es un narcisista psicópata que la maltrata psicológicamente, al más puro estilo Sospecha. Anna tampoco parece darse cuenta de que su marido es infiel y asesino a partes iguales; ni Megan de que su responsable y trabajador compañero, Scott, la controla hasta el límite.
Pero eh, ellas a lo suyo. Se tildan de locas, antipáticas, celosas, histéricas, borrachas, peligrosas… Y mientras, un asesino anda suelto.

Me llama la atención que prácticamente ningún pasaje del libro supere el test Bechdel. Salvo la relación entre la protagonista y su cuasi perfecta compañera de piso, las conversaciones entre mujeres no se dan y, si lo hacen (como esos encontronazos entre Anna y Rachel) giran en torno a un hombre, Tom. Pero voy más allá, porque en el libro de Paula Hawkins las mujeres no solo es que no confíen en ellas mismas ni en sus homólogas. Es que SOLO confían en ellos. Y hay varios ejemplos.
La falta de sororidad, también entendida como la solidaridad entre mujeres dentro de un sistema social heteropatriarcal, es manifiesta. Lo vemos en Rachel, que ante dos policías (uno hombre y otra mujer), confía directamente en él y la detesta a ella, aunque ambos se hayan mostrado igual de escépticos ante su testimonio. Lo vemos, de nuevo, en Megan, cuando decide abrirse al psicólogo con el que ha estado acostándose (violando éste su código deontológico, por cierto, al practicar sexo con una paciente en estado vulnerable). Podría haberse apoyado Megan en su compañera de yoga, siempre dispuesta a ayudar a la que cree que es su nueva amiga, pero no lo hace. En el libro, una mujer nunca puede ser nuestra confidente, nuestro pilar. Además, la chica en cuestión responde a los mismos estereotipos de género de siempre. Soltera, sin hijos, mediana edad, ergo sola y necesitada. No es una interpretación mía, que podría, sino que se explicita en el libro mediante una conversación entre Megan y Scott.
La empatía entre mujeres, por tanto, es nula, no existe, adiós. La única simpatía que se genera entre féminas es la de Rachel y la idealizada e inexistente versión de Megan, Jess. Esa proyección de mujer perfecta que la protagonista imagina en su cabeza para hacer más llevadero su alcoholismo. Causado, por cierto, por un marido psicópata, no nos olvidemos. Un sujeto que antes de matar a su amante anuló a su primera mujer porque «ya no era divertida». Agárrense los machos.

Así, en La chica del tren, ninguna mujer entiende a otra. No se hablan, no se miran, no se comprenden. En resumidas cuentas: Rachel odia a Anna porque cree que le ha robado su vida y su matrimonio. Anna odia a Rachel porque es la ex cojonera que se pasa de vez en cuando, histérica, a generar problemas y a hacer que su hombre se aleje de ella. Megan no aguanta a Anna, la considera un ama de casa vulgar. Anna no quiere acercarse a Megan porque es rara, demasiado independiente e inconstante. Rachel quería a Jess cuando era la Jess de su cabeza… pero deja de gustarle tanto cuando se transforma en la Megan infiel y matabebés.
¿He dicho matabebés? Ah, es que el origen de todo mal es la muerte del hijo. La irresponsabilidad materna. El útero vacío. La frustración por no poder o no querer ser madre. O por serlo, y que ello te supere. Recordemos que Rachel se vuelve alcohólica y empieza a odiar a toda madre viviente porque ella es incapaz de concebir. Por otro lado, la única redención posible para Megan es responsabilizarse del bebé que lleva en su vientre, como modo de suplir la culpa por ese otro que (según ella) dejó morir. Y ya ni hablamos de Anna, sobrepasada por la maternidad y temerosa de que su marido se «canse» de su nuevo look de ama de casa.
Dependencia, abuso y control. Esa es la manera de entender las relaciones entre hombres y mujeres. Un campo de batalla minado por el maltrato y la violencia. Donde ellos dan y ellas reciben lo que les den.
Finalmente, el libro se salda con la comprensión, in extremis (no sin reticencias, como haciéndole un favor al mundo) por parte de Anna de que su marido es un malnacido y, su supuesta enemiga, es en realidad su aliada.
Si pudiésemos extraer un mensaje de toda esta pesadilla misógina sería el de la falta de empatía entre mujeres. Tanto Rachel como Anna se pasan todo el libro echándose los trastos a la cabeza, culpándose de la infelicidad de la otra, incluso de asesinato. Y, mientras, el verdadero enemigo campa a sus anchas sin que nadie le sople en la cara. Llega a casa, abre una cerveza, come su cena y se acuesta con su mujer. Ellos son los que matan, pero ellas prefieren culpar a esas «otras ellas». Más perfectas, más delgadas, más fértiles.
No sé si todo este entramado fue escrito o no a propósito. Si la autora utilizó los estereotipos de género más tradicionales con el fin de denunciar algo. Lo dudo, porque no hay ninguna reflexión tras el relato sobre lo que significa ser mujer o ser hombre. Nada, salvo una imagen bien clara: ellas solo piensan en la maternidad y en los hombres que no las quieren lo suficiente, mientras que ellos se dedican a trabajar y a satisfacer sus necesidades a través de ellas. No hay ejemplos que nos digan que las cosas pueden ser distintas, pues todas las relaciones que aparecen en el libro son igual de tóxicas. Todos los hombres reaccionan, todas las mujeres son víctimas.
Sí, ya sé que es un best-seller sin pretensiones de ser algo más, y que no tiene por qué ofrecernos ninguna reflexión acerca de nada en particular. Pero, por el contrario, sí nos muestra un mapa de las relaciones entre sexos que daría miedo a cualquiera con dos dedos de frente.
Y si no da miedo, y si no incomoda, debería.
P.D. Más información sobre la autora y sus reflexiones sobre la novela, aquí.