
Durante un instante sintió sus identidades, casi su sustancia, pasando sobre su cabeza como una ola. En algún momento sería como ellas; no, en realidad ya lo era; era una de ellas, su cuerpo era igual, idéntico, fundido con aquella otra carne que inundaba el aire de aquella habitación llena de flores y de su aroma dulzón y orgánico; se ahogaba en aquel denso mar de los sargazos de feminidad. Respiró profundamente, devolviendo su cuerpo y su mente hasta su yo, igual que una criatura marina contraería sus tentáculos; deseaba algo sólido, claro: un hombre.
La mujer comestible (Margaret Atwood, 1969) es la historia de Marian, una chica que trabaja en una empresa de encuestas cuyas expectativas profesionales no van más allá de quedarse en su puesto, precario, durante años. Estamos en el Canadá de los 60, donde solo las mujeres solteras se mantienen en activo profesionalmente. Marian tiene un novio, Peter, que siempre se ha mostrado devastado cada vez que uno de sus amigos ha contraído matrimonio. Pero, pese a las reticencias de ambos, Marian y Peter deciden casarse. Error en el sistema. Y Marian empieza, a su pesar, a no poder ingerir alimentos que anteriormente estuviesen vivos. Vamos, que se hace crudivegana en los 60 sin ser ella nada de eso. Margaret Atwood, siempre tan avanzada, creó una primera novela protofeminista y protovegana.
De nuevo, vuelvo a hablar de lo que yo llamo TOC literario. Sin ánimo de querer ser pesada, cierto es que, sin ese trastorno obsesivo compulsivo aplicado a mis hábitos de lectura, es muy posible que ni estuviese escribiendo sobre esta novela. Leí otra obra de Atwood, Cat’s eye, y me gustó tanto que decidí leerme las demás en orden cronlógico. A veces a una le gusta complicarse la vida sin motivo.
La publicación de La mujer comestible data de 1969, aunque fue escrita cuatro años antes por una jovencísima autora. Llama la atención que, centrándose gran parte de la trama en las desigualdades de género dentro del ámbito laboral, la primera novela de Atwood fuese olvidada en un cajón durante un par de años. El editor la tenía guardada/perdida y ni se le ocurrió publicarla hasta que la autora ganó un conocido certamen de poesía. Entonces, como por arte de magia, la encontró. Eso sí, ni siquiera la leyó antes de mandarla a la imprenta.
No sé cómo eran los editores canadienses de los 60 pero, desde luego, si se la hubiese leído quizás no se hubiese dado tanta prisa.

La premisa inicial parece ser la de una comedia ligera para señoritas. Un libro sobre las tribulaciones de una chica con miedo al matrimonio y su grupo de excéntricos amigos. Problemas de juventud. La crisis de los 30. Sin embargo, la protagonista no es que tenga miedo al matrimonio… es que la sola perspectiva de casarse la enferma. Ataques de pánico ¿hola? La propia autora define su novela como protofeminista dado que, pese a haber sido publicada en el 69, justo cuando el movimiento tomaba impulso, lo cierto es que ella la escribió sin ser plenamente consciente de lo que hacía. Pese a haber leído, como muchas otras mujeres de su generación, a Simone de Beauvoir y Betty Friedan en la clandestinidad.
Margaret Atwood escribe sobre mujeres comunes. Porque lo común es un campo lo suficientemente minado como para, al tras escarbar la superficie, encontrar más de un cadáver. La premisa de La mujer comestible no es especialmente atrayente, podría ser el argumento de una comedia romática ligera, pero destaca por sus personajes, por el severo proceso psicológico que atraviesa la protagonista y por un particular humor negro que hace las situaciones comunes mucho más surrealistas.
Partimos de la base de que Marian es una mujer perfectamente adaptada a su entorno. Entiende las normas sociales que rigen la sociedad en la que vive y, de hecho, las comparte. Pero su ida de olla se va manifestando progresivamente desde que se compromete. En ese momento, mente y cuerpo comienzan a separarse. Tanto, que Marian empieza a hablar de su cuerpo como algo ajeno. Como ocurre en muchas situaciones traumáticas, el mecanismo de la protagonista consiste en desligarse de su cuerpo para no sufrir/sentir/padecer a medida que la boda se acerca. Porque no olvidemos que Marian ni quiere tener hijos ni está enamorada de su novio. El lector lo sabe desde el principio. Lo triste, es que ella no.

El resto de personajes no tienen desperdicio alguno. En primer lugar está la compañera de piso de Marian, Ainsley. Ella y Marian quieren cosas distintas, de los hombres y de la vida, por lo que están en continuo enfrentamiento. Marian, que es una buena chica, va a casarse y tener hijos aunque no desee ni lo uno ni lo otro. Ainsley sale con muchos hombres y anhela ferviertemente un hijo sin por ello tener que comprometerse. Es ella quien, conscientemente, toma la decisión de ser madre soltera. No obstante, ni siquiera este personaje, una de las mujeres más libres del libro, puede escapar a la culpa social. Alguien le cuenta que, sin figura paterna, el niño corre el riesgo de «convertirse» en homosexual. Un pensamiento basado en la ignorancia y las falsas creencias que, aún a día de hoy (Dios mátame), muchos continúan arrastrando.
El padre de la criatura de Ainsley es Len, un antiguo amigo de Marian con fama de mujeriego al que le gustan las púberes. Luego está Peter, el flamante novio, cúlmen de un machismo que Marian acepta sin rechistar mientras su cuerpo se rebela contra ella. En el lado opuesto se encuentra Duncan, un estudiante tan aparentemente brillante como inadaptado con el que la protagonista mantiene unos (bizarros) escarceos.
No diré más de la novela para que, quien decida empezarla, la pueda disfrutar enteramente. Solo remarcaré, para acabar, que se masca la tragedia desde el principio. El lector lo percibe cuando Marian se vuelve un poco Corre, Lola, corre al darse cuenta de que lo suyo con Peter va más en serio de lo que pensaba.
Quiere correr, pero se queda. Su cuerpo prefiere dejarse morir antes que casarse. Pero ella se queda. Cuántas mujeres no habrán pasado por lo mismo. Abuelas, madres, amigas. Son pesadillas comunes, vulgares, corrientes. Aún así, no dejan de ser pesadillas.
Fotos / Jay & Brattle Theatre