Princesas, pitufas o el drama de la ficción en femenino

La sirenita
Úrsula y Ariel. Ariel y Úrsula. Tanto monta monta tanto, porque «la belleza es mucho más que suficiente».

En algún instante de estos últimos meses se me pasó por la cabeza dejar de leer historias sobre mujeres tristes, sobre mujeres perdidas, sobre mujeres en busqueda continua. Error mayúsculo.

De nada sirve imponer autocontrol sobre algo que surge de manera natural. Más bien, de lo que se trata es de hacerse preguntas. Las preguntas adecuadas, para ser más precisos.

En un momento determinado incluso pensé que estaba entrando de lleno en terreno peligroso dada la empatía con la que suelo abordar los caracteres femeninos. Lo expresé en el post anterior, dedicado a Cinco horas con Mario: cuando la identificación se hace difícil, llega la extenuación. Así, y echando la vista atrás, me encuentro con que mis últimas lecturas (aparte de algún que otro guilty pleasure) siguen un proceso iterativo digno de poner en cuarentena.

Cinco horas con Mario, La mujer comestible, Aloma, Cat eyes, Las chicas… Y eso solo haciendo un ejercicio de memoria bastante corto… Porque ha habido otras mujeres antes, mucho antes. Y las seguirá habiendo en el futuro, de eso estoy segura.

Cuando me da por pensar que he hecho algo demasiado, se me ocurre preguntarme por qué hago ese «algo». Y, la mayoría de veces, una se da cuenta de que hace lo que hace porque en ese momento lo necesita. Así de sencillo.

Mi fijación por buscar (y encontrar) mujeres protagonistas se debe, en primer lugar, a que soy mujer. Pero esa no es razón suficiente, hay libros extraordinarios, peliculas buenísimas, series muy competentes… donde los protagonistas son hombres y las aprecio igual. ¿Igual? No, igual quizás no es la palabra.

Creo que ya he dejado bastante claro en este blog cómo abordo mi visión crítica de los productos culturales, donde una gran parte se destina al análisis de género. No lo hago aposta, me sale solo. Porque, como consumidora, las ficciones de mi alrededor han ayudado a conformar mi personalidad. Por desgracia, en la mayoría de los casos me estaban enviando mensajes erróneos. El principal y más difícil de identificar: tú, mujer, debes articular tu femineidad en función de la mirada del otro. ¿Y quiénes miran a las mujeres? Fácil, los hombres. Tú, mujer, existes en la medida que estableces relaciones con el sexo contrario. Eres deseable en función del deseo que despiertas en ellos, eres valiosa cuando cumples con el paquete completo. Ese que, socialmente, ha sido diseñado para ti, mujer.

Revista Barbie Fashion
Tan rubia, tan yanqui, tan maravillosa. Barb, quiero ser como tú.

Ahora entiendo por qué, desde que era pequeña, buscaba a las mujeres en los libros de Teo, en las series animadas, en las revistas de mi abuela.

No sé como era para las demás mujeres, pero intuyo que más allá del Hola! de nuestras madres, de las princesas de cuento y de los personajes reduccionistas, no había mucho más. No tengo hijos ni niños alrededor, por lo que desconozco si la situación ha cambiado. Pero, créeme, en los 80 y 90 era de traca. Actualmente, los padres y las madres cuentan con tres herramientas preciosisimas para hacer un uso responsable de las ficciones que sus hijos engullen sin parar: Internet, el parental advisory y, ante todo, la información. Estoy segura de que mi madre, una mujer que en su época se desmarcó del rol impuesto, nunca pensó en los mensajes que lanzaban las películas de Walt Disney. Bastante difícil era ya ser una madre independiente y trabajadora y que no te tomasen por el pito del sereno.

El máximo y más elevado referente femenino que tuve siendo chiquilla fue Alicia. Sí, la del País de las Maravillas. Esa loca sigueconejos perdida en un mundo paralelo. Y Madam Mim, la bruja de Merlín el Encantador, que me flipaba. Entre el resto podemos encontrar a Pitufina, por ejemplo, esa mujer entre tanto hombre, siempre a punto de hacer un bukake teñido de azul. También estaba la chica de Hi-Man, la chica de Skeletor, Chichi la mujer de Goku, la mitad de Ranma… Y, por supuesto, las princesas. Princesas que duermen, princesas que limpian, princesas que cuidan enanos, princesas recluidas en palacios, princesas encerradas en torres… Princesas buenas, princesas guapas, princesas con príncipes. Y qué decir de los comics, a los que era muy aficionada siendo una cría: la made de Zipi, la madre de Zape, la madre de Spirou. Y las señoras que pasaban por ahí, como la soprano de Tintin, la secretaria de Mortadelo y Filemón, la rubia tetona de Astérix y Obélix… Lluvia de estrellas.

En un primigenio y errático virage preadolescente en busca de mujeres protagonistas con las que poder identificarme mínimamente, empecé a comprar los tebeos de la Barbie y de la Cindy. Un día los quemé en una hoguera mientras era arengada por mi primo, al grito de «deshazte de esa mierda». Supongo que la misma mierda que él consumía, con los mismos roles de mierda, solo que teñida de rosa.

Y así fui creciendo.

Madam Mim en Merlín el Encantador
La AMO: Madam Mim está loca. Madam Mim le da mil patadas a Merlín.

Algo debieron de hacer bien en casa, porque la consciencia de que algo no estaba en su sitio siempre estuvo presente. Aunque no fuese capaz de ponerle palabras.

Eso llegó más tarde, por fortuna, pero la sequía de ficciones con mujeres en las que poder mirarme ha pasado factura. Con lo cual, sí, lo reconozco. Me decanto naturalmente por historias en que la protagonista es una mujer. Pero no cualquier mujer. Una cuyo motor en la vida no sea la búsqueda del amor masculino. Una mujer cuyas tribulaciones vayan más allá del matrimonio y de los hijos. A fin de cuentas, que busquen lo que buscamos todos: la felicidad, el equilibrio.

Por lo tanto, y después de escribir mujeres tropocientas veces, me desdigo. Busco seres humanos completos. Con vagina, sí. Poco me importa el sexo del autor, solo estoy sedienta de seres humanos poliédricos que sean considerados como tal por los escritores que los han creado.

Como si de esta manera saldase una deuda con todas aquellas mujeres grotescas, desdibujadas y reducidas a unos cuantos atributos de género que me han hecho engullir. Sintiendo pena por ellas, tan guapas y tan vacuas. O tan feas y tan malas. En ocasiones también me compadezco de mi yo niña, que se vio obligada a lidiar con esa basura desde bien temprano. Las consecuencias, se noten o no, estarán siempre ahí para tener que hacerles frente.

Por mi yo adulto no siento ninguna pena, porque puede elegir. Eso sí, para los otros yos del mundo, toda mi solidaridad.

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