Aloma no tiene quien la quiera

Tres mujeres, el fruto prohibio y un pavo real, símbolo de vanidad.
Detalle de El Jardín de las Delicias. El Bosco. 1480-1490.

En qué estaba pensando cuando compuse mi lista de lecturas para el verano, sinceramente, no lo sé. Después de Cinco horas con Mario, y casi al borde de cortarme las venas en horizontal, encadené con esta novela de la mangnífica Mercè Rodoreda. Y entonces tuve ganas de cortármelas en vertical. No sé si me entendéis, pero no voy a dar más explicaciones.

En primer lugar, situémonos : estamos en la Barcelona de 1934, en el barrio de Sant Gervasi. La protagonista, Aloma, es una adolescente que, como es propio a su clase social, ni va al colegio ni se la espera. Al contrario, se dedica a las tareas del hogar y a criar a su sobrino, hijo de su hermano Joan y de su cuñada, Ana. En su limitada visión del mundo, a Aloma se le ocurre por primera vez la posibilidad de amar a un hombre cuando, a escondidas, compra una novela romántica que nunca llegará a leer.

Y es que Aloma es la imposibilidad de amar. La imposibilidad de ser amada. Aloma es un bildungsroman en toda regla sobre la (desdichada) educación sentimental de una niña que mira de frente al romance de forma escéptica y que, finalmente, se deja llevar. Y todo acaba como el rosario de la aurora, como no podía ser de otra manera. El destinatario de sus primeros besos es Robert, hermano de Ana venido de «las Américas». Se establece entre ellos una relación desigual que bebe directamente de la propia vida de la autora, como veremos más adelante.

A título personal, me parece sencillamente brutal cómo Aloma, una de las primeras novelas de una joven Rodoreda, acaba sin contemplaciones con el ideario del amor adolescente. De hecho, es LA antinovela para adolescentes. El panorama no podía ser más desalentador y el relato, opresivo y decadente, nos recuerda un poco a Nada, de Carmen Laforet. De hecho, ambas novelas comparten fondo y forma. Y, sobre todo, ese mundo represivo y machista ligado a los convencionalismos sociales de la época. Miseria física y humana van de la mano en un contexto enfermo donde el romanticismo no tiene cabida.

Las mujeres, que prácticamente recogen el peso del relato, son representadas desde sus propias desesperaciones. Por un lado tenemos a Ana, la esposa frustrada y engañada a la que parece que la vida le pese demasiado. Como Aloma, el desencanto por el amor no correspondido y, sobre todo, por el destino vacuo que implica ser mujer, hacen de ella un personaje vacío de inquietudes. Muerta en vida.  Por otro lado encontramos a Coral, amante de Joan. Al contrario que Ana, que sobrevive a base de resignación, Coral usa su atractivo físico como medio para obtener lo que desea. Ni que decir tiene que ambas son caras opuestas de una misma moneda. Hay más mujeres alrededor, y todas ellas representan diferentes variantes de infelicidad : maltrato, responsabilidades maternas no deseadas, defunciones…   

Aloma, cuya juventud es la verdadera protagonista de la novela,  se da cuenta de qué va esto del amor cuando se es mujer y se es pobre. Y desgraciadamente va de sufrir, va de abandonos. Va de resignación y de amargura. Va de supervivencia.

Sinceramente, nunca tuve lecturas de verano que representasen tan bien los inviernos del alma.

Curiosidades y simbología

La simbología de las flores
Retorno al jardín de la infancia.

En la novela encontramos la simbología floral tan típica de Mercè Rodoreda. El objetivo no es otro que contarnos el paso de la inocencia a la madurez de la protagonista. De hecho, la novela se inicia en primavera, tiempo en el que florecen el jardín de la residencia familiar de Aloma. Un jardín abierto y diáfano que se contrapone al espacio cerrado y agobiante de la casa, donde transcurre gran parte de la acción y donde se da ese sexo destructor que caracteriza su romance con Robert. La plenitud de la relación transcurre en verano, como no podía ser de otra manera. Con el otoño llegan los problemas, las dudas, las inseguridades… antes de dar paso al invierno, el momento en que Aloma lo pierde todo.

Casi todos los artículos que he leído en relación a esta novela primigenia de Rodoreda coinciden en recordar que se trata de una de sus obras más autobiográficas. En primer lugar, la autora retrata su propio barrio, el de Sant Gervasi en Barcelona. Como será recurrente en el conjunto de su producción literaria, el jardín que tanto ama Aloma es un trasunto de su propio jardín de infancia. Un lugar en el que los sueños, las ilusiones y la esperanza aún tienen cabida. Desaparecido el jardín, Aloma dice adiós a su infancia.

Por lo visto, la novela fue escrita como medio para exorcizar la existencia de la propia autora, caracterizada por el amor frustrado con un hombre maduro. De hecho, ese hombre fue su tío de sangre, Joan Gorguí, catorce años mayor que ella y con el que contrajo matrimonio tras presiones familiares. Con ese matrimonio Rodoreda diría adiós a un mundo de sueños que trató de recuperar sin descanso a través de la literatura. De este modo, toda su obra estuvo motivada por una necesidad de escapar a la monotonía de un matrimonio sin amor, a su (limitado) rol de mujer casada y a la necesidad de alcanzar la independencia económica.

Por fortuna, y a diferencia de Aloma, las cosas no le fueron del todo mal a Mercè Rodoreda. Acabaría divorciándose y dedicando su vida al periodismo y la escritura. Eso sí, en el exilio. Tras vivir en Paris, Burdeos o Ginebra, Rodoreda volvería a España en 1973 donde, al finalizar la dictadura,  fue ensalzada y galardonada con numerosos premios. De hecho, aún a día de hoy se la considera una de las escritoras más importantes de la posguerra, si no la que más.

Después de Aloma, la autora publicaría Veintidos cuentos y sus laureadas La Plaça del Diamant y El carrer de les Camèlies. Cuando me recupere de la desazón vital que me provocó esta novela, no dudaré ni un instante en continuar inmiscuyéndome en el intrincado, personal y femenino universo de Mercè Rodoreda.

Me quedé con ganas de más jardines en flor.

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