Las chicas de Emma Cline, adolescencia deconstruída

Portada del libro début de Emma Cline.

Poor girls. The world fattens them on the promise of love. How badly they need it, and how little most of them will ever get. The treacled pop songs, the dressed described in the catalogs with words like «sunset» and «Paris». Then the dreams are taken away with such violent force; the hand wrenching the buttons of the jeans, nobody looking at the man shouting at his girlfriend on the bus.

Pobres chicas. El mundo las ceba con la promesa del amor.

Pobres chicas. Sueñan con ese amor como quien busca una red de seguridad que le proteja cuando el resto del mundo se vuelva loco. Y se volverá. Loco. Abandonarán la infancia, serena y plácica, y andarán como Dorothy por el camino empedrado hacia un Mundo de Oz que no existe. Solo que no habrá zapatillas rojas. Solo dudas, incertidumbre y soledad. Y en lugar de un gran cartel que les anuncie la llegada, será el dolor quien les dé la bienvenida a la edad adulta. Los castillos de naipes destruidos. La ira en el estómago de por vida.

Por un momento, creyeron ser vistas. No lo fueron. Ese es el espejismo del amor. Lo dijo Kate Millett: «el amor ha sido el opio de las mujeres como la religión el de las masas».

Emma Cline, autora de Las Chicas, su novela début, aborda el tema de la adolescencia en femenino echando mano de uno de los capítulos más desdichados de nuestra reciente cultura pop. Sí, porque el episodio de Charles Manson y sus acólitos pertenece a esa especie de subtexto que tiene que ver con la violencia sobre la que se erige el mundo occidental.

Sin embargo, lo que menos importa a la autora son los asesinatos cometidos por la gente del rancho. Ni siquiera el personaje de Russel, trasunto del mismo Manson, será revelado más allá de ese ser patético y frustrado que en realidad fue. En Las Chicas, la violencia que más interpela es aquella ejercida de manera silenciosa. Una mirada, un reproche, una bofetada. Una chica obligada a enseñar sus pechos. Una violación. Todo ello sin golpes, sin gritos, sin aspavientos. Desde principio a fin, el libro se posiciona a través de una violencia emocional llena de aristas.

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Cinco horas con Mario (y Carmen y España)

Era uno de los libros de la lista, esa que hice sobre qué leer en verano. Pues bien, Cinco horas con Mario (Miguel Delibes, 1966) no me ha decepcionado. Todo lo contrario.

Cinco horas con Mario
Representación teatral a cargo de Lola Herrera y bajo la dirección de José Sámano.

Antes de meterme de lleno en mi propio y subjetivo análisis, he de decir que estuve leyendo algunos artículos referentes al libro nada más terminar. Algunos de ellos (que no todos), describen la obra como el retrato por excelencia de la mujer burguesa de posguerra. Esto es, clasista, hipócrita, estúpida y arribista. En fin, esa acérrima seguidora de los preceptos de la Sección Femenina, que tantos dolores de cabeza dio a las mujeres españolas durante las cuatro largas décadas de dictadura franquista. Y puede que así sea, pero no del todo. No es tan sencillo. No me convence, no lo compro. Luego veremos por qué.

Cinco horas con Mario es, a grandes rasgos, un monólogo. El de una mujer, Carmen, que acaba de quedar viuda y que, ante el cadáver de su recién fallecido marido, hace un repaso a su vida en común. Un ejercicio de memoria basado en el relato sincopado de los terrores cotidianos de su vida en común. Básicamente, lo que hace Carmen es reprocharle a Mario todo lo que nunca se atrevió a decirle en vida. Sin embargo, los conflictos, a priori circunscritos al ámbito íntimo de la pareja, desbordan los límites de lo personal. Cinco horas con Mario se convierte, pues, en la radiografía de una determinada educación sentimental y, sobre todo, de una época.

La verborrea descontrolada de Carmen responde, desde mi punto de vista, a la asunción de un rol determinado donde tener voz propia no es precisamente uno de sus privilegios. Si es que hay alguno, que lo dudo. La protagonista intenta, sin conseguirlo, erigirse como modelo de fiel compañera y amantísima madre, teniendo en cuenta qué significa ser compañera y ser madre según los preceptos de la época.

La gracia del libro es que tanto el relato de Carmen como el de su marido discurren de manera paralela, íntimamente hilvanados, siempre bajo el prisma de la protagonista, sin necesidad de realizar sendas versiones de la historia. Lo que nos permite intuir no solo las debilidades de una, sino también las del otro. Como cuando pasamos el dedo por encima de una superficie llena de polvo, del relato oficial de Carmen se desprende otra realidad mucho más miserable, pero más genuina. La verdad, si acaso existe, nunca llega a ser vista en su conjunto. En parte, porque al otro lado del espejo se encuentra su marido, Mario, que acaba de morir inesperadamente.

El libro de Miguel Delibes es, ante todo, el retrato de una sociedad patriarcal, dividida e ignorante. Los restos de ese naufragio que fue la posguerra. Y no es que ahora todo sean unicornios y arco iris, la cosa está bastante patriarcal y miserable igualmente. De ahí la necesidad de incidir en lo de posguerra.

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La mujer comestible, canibalismo simbólico

La mujer comestible
Vegana y malcasada.

Durante un instante sintió sus identidades, casi su sustancia, pasando sobre su cabeza como una ola. En algún momento sería como ellas; no, en realidad ya lo era; era una de ellas, su cuerpo era igual, idéntico, fundido con aquella otra carne que inundaba el aire de aquella habitación llena de flores y de su aroma dulzón y orgánico; se ahogaba en aquel denso mar de los sargazos de feminidad. Respiró profundamente, devolviendo su cuerpo y su mente hasta su yo, igual que una criatura marina contraería sus tentáculos; deseaba algo sólido, claro: un hombre.


La mujer comestible (Margaret Atwood, 1969) es la historia de Marian, una chica que trabaja en una empresa de encuestas cuyas expectativas profesionales no van más allá de quedarse en su puesto, precario, durante años. Estamos en el Canadá de los 60, donde solo las mujeres solteras se mantienen en activo profesionalmente. Marian tiene un novio, Peter, que siempre se ha mostrado devastado cada vez que uno de sus amigos ha contraído matrimonio. Pero, pese a las reticencias de ambos, Marian y Peter deciden casarse. Error en el sistema. Y Marian empieza, a su pesar, a no poder ingerir alimentos que anteriormente estuviesen vivos. Vamos, que se hace crudivegana en los 60 sin ser ella nada de eso. Margaret Atwood, siempre tan avanzada, creó una primera novela protofeminista y protovegana.

De nuevo, vuelvo a hablar de lo que yo llamo TOC literario. Sin ánimo de querer ser pesada, cierto es que, sin ese trastorno obsesivo compulsivo aplicado a mis hábitos de lectura, es muy posible que ni estuviese escribiendo sobre esta novela. Leí otra obra de Atwood, Cat’s eye, y me gustó tanto que decidí leerme las demás en orden cronlógico. A veces a una le gusta complicarse la vida sin motivo.

La publicación de La mujer comestible data de 1969, aunque fue escrita cuatro años antes por una jovencísima autora. Llama la atención que, centrándose gran parte de la trama en las desigualdades de género dentro del ámbito laboral, la primera novela de Atwood fuese olvidada en un cajón durante un par de años. El editor la tenía guardada/perdida y ni se le ocurrió publicarla hasta que la autora ganó un conocido certamen de poesía. Entonces, como por arte de magia, la encontró. Eso sí, ni siquiera la leyó antes de mandarla a la imprenta.

No sé cómo eran los editores canadienses de los 60 pero, desde luego, si se la hubiese leído quizás no se hubiese dado tanta prisa.

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Ella es Isabel Huppert

Llegas a casa después de un largo día de trabajo y te pones cómoda. Cuando vas a cerrar la puerta del jardín, un hombre encapuchado aparece de repente y te viola. Luego se marcha. Tú te incorporas, tomas una ducha, pides de cenar algo de sushi, charlas con tu hijo y, seguidamente, te vas a la cama. Pero no te vas a la cama desprotegida, evidentemente. Duermes con un martillo en el regazo. Al día siguiente, tienes la certeza de que el agresor es alguien de tu entorno, pero ni se te ocurre acudir a la policía. No te fías de ellos, no han hecho nada por ti en el pasado.

Elle Paul Verhoeven
Isabel Huppert, esa diosa.

Elle es una de las películas que más he disfrutado en los últimos tiempos. Es drama, es comedia, es miedo, es risa, es repulsión, es atracción y es inmoral. Todo junto, en un cóctel que prepara una magnífica Isabel Huppert. Más que magnífica, magnánima. Es una reina y así interpreta su papel. Luego está el resto del elenco, que viene a completar el retrato de una mujer madura con un terrible trauma en su pasado y que se enfrenta de manera inesperada a un acosador.

La secuencia inicial, que es cuando se produce la violación, es sencillamente turbadora. No sabemos por qué Michelle, la protagonista, reacciona (o no) como lo hace tras la violación. No llora, no sufre, no siente odio hacia su agresor. Solo dolor físico y curiosidad. Quizás un poco de venganza, quizás un poco de atracción por el lado oscuro del alma. Pero eso lo veremos luego.

Tras el episodio inicial, lo siguiente que vemos es a una Michelle dirigiendo una compañía de videojuegos y batiéndose en tour de force con uno de sus diseñadores. Un machito de esos a los que les fastidia que una mujer lleve la batuta. El director nos coloca de inmediato en una lógica de juego de roles donde vísctima y verdugo se desdibujan. Y, luego, el desconcierto.

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La chica del tren o el fin de la sororidad

Rachel lo ha perdido todo. Su marido la ha abandonado para formar una familia con otra mujer. Para más inri, ahoga sus penas en el alcohol mientras simula que no ha perdido su trabajo. Por ello coge el tren cada mañana. Un tren cuyo trayecto se interrumpe siempre frente a una casa en concreto, donde viven Jess y Jason. Una vida de ensueño que la protagonista observa tras el cristal de su vagón, sabiendo que lo tuvo todo y que lo ha perdido para siempre. Solo que Jess y Jason solo existen en la cabeza de Rachel, como la proyección de sus propios deseos y frustraciones. La realidad, como suele pasar, es mucho más turbia. Un día, Jess desaparece y Rachel se ve involucrada en el caso. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de sí misma.

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Hola, soy la Rachel de la adaptación cinematográfica… ¿a que tengo buena cara pese a ser una alcohólica redomada? Ah, que es Hollywood y Emily Blunt es una de esas «feas de cine».

Sinceramente, este es uno de esos libros cuyo interés se da por concluido justo cuando llegas a la última página. Sí, tu pulso se altera un pelín hasta que consigues saber quién es el asesin@, pero el interés desfallece una vez llegados a ese punto. Hay muchos libros así, no es un problema, pero tampoco es un placer. Placer es Diez Negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Asesinato en el Orient Express Libros que no solo te ofrecen una salida o, dicho de otro modo, el alivio que se experimenta al conocer quién está al final de la madeja… sino también un largo e interesante viaje. No desear que se acabe, no querer conocer quién clavó un cuchillo en ese cráneo. Que el libro dure para siempre.

Sin embargo, ese es otro debate, y el que aquí nos ocupa es mucho más mundano.

Puede que si mis conocimientos en teoría de género fuesen más avanzados este artículo sería más jugoso. Aún así voy a analizar el best-seller de la (pasada) temporada, La chica del tren (Paula Hawkins, editado en España por Planeta), en clave de género. No se me ocurre cómo hacerlo de otro modo, carecería de interés.

Atención, spoilers.

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