LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER

Si.

No.

O si. O casi que no.

Cada vez que quería decir sí, decía no. Y cuando la ocasión lo requería… él no decía no, sino que asentía con la cabeza. Como queriendo decir: sí. Pero en realidad no era sí. Era no.

Así que nadie sabía, apenas él mismo, qué quería decir cuando negaba tal o tal cosa. Pero es que incluso al afirmar, el desdoblamiento que sufría le impedía vislumbrar a qué o a qué otra cosa decía sí.

Esto era, por supuesto, intolerable en todos los sentidos posibles. Tanto en sentido negativo como positivo.

Estaba en tratamiento neuronal desde hacía algunos meses y casi mejor que no hubiese comenzado nunca, puesto que ahora vivía en una cuádruple encrucijada cada vez que se enfrentaba a una decisión, ya fuese menor o mayor.

Esto es: A (uno cualquiera) le pregunta a B (nuestro amigo) qué hacer sobre tal o cual. Si nuestro amigo B dice sí, en realidad quiere decir no. Pero en su intento de negar, siempre acaba asintiendo. Y viceversa, claro. Con las pastillas, este entramado alcanza una dimensión un tanto más complicada.

Se tomaba la pastilla del No cuando, debido a su disfunción, decía si aunque en su interior estuviese negando. Tomaba la pastilla del Si cuando decía no enérgicamente aunque en realidad significase un sencillo sí.

Y así hasta el infinito.

Por eso nuestro amigo se repetía constantemente, no sin cierta amargura, que su vida transcurría a la inversa. Tomemos como principio el hecho de que son nuestras decisiones (las sacras y las profanas) las que trazan el camino, que son ellas las que hacen que, en última instancia, el amigo A o B gire a la izquierda o a la derecha. Si esto es cierto, una negativa cambia el mundo y un sí a tiempo puede salvarte. Pero ¿qué pasa si todo se invierte? ¿Es como vivir una contra-vida? ¿Tu existencia se convierte en lo contrario que hubieses deseado?¿O tomar las riendas de tu propio caminar es un hecho imposible por lo utópico y estamos ante una inversión que no es más que una de las muchas versiones alternativas ante las que puedes toparte a lo largo de la vida?

Todo esto, y muchas cosas más que no conoceremos nunca, se las preguntaba B ante el Volumen 2 de las obras completas de Voltaire. El librero le había preguntado si, en caso de desear, deseaba B comenzar a leer al escritor francés por el volumen 1. Él, queriendo responder sí, dijo no. De este modo, y saltándose las obras primigenias involuntariamente, empezó directamente con las tardías.

Quizás, pensó de repente, era un ser afortunado y superior a los demás. Cabía la posibilidad de que, experimentando lo contrario a lo que su voluntad verdaderamente deseaba en cada momento, tuviese un conocimiento supremo y exhaustivo de todo lo que ofrece la vida, de las posibilidades que ésta otorga a todo el mundo (y todo el tiempo). Si seguimos la línea de este razonamiento llegamos a la conclusión de que B es un ser especial.

El gran B, capaz de afrontar siempre el reverso de su existencia. Un superhombre.

Un mañana se despertó. Apagó el despertador. Se duchó. Se peinó. Se afeitó. Se puso sus ropas. Vio que no quedaba leche en la nevera. Decidió bajar a desayunar. Cogió el ascensor. Dijo hola al portero. Pasó por el cajero. Entró en el bar. Pidió un café. Fue a mear mientras se lo servían. Volvió. El camarero preguntó, inocente, ¿te lo pongo con leche? Con leche le gustaba más a B, efectivamente.

Y, hete aquí, que el café fue servido con leche.

Todavía inocente e inconsciente, B acercó la taza a sus labios y se abrasó la lengua. La leche ardía. ¡Allí había leche! ¡No podía ser, no era posible, no era normal!

Se echó las manos a la cara y, casi sollozando, exclamó: ¡se acabó!

¿Será posible que aceptar lo que no se quieres sea más fácil y sencillo que asumir que has tomado la decisión que esperabas tomar, cogiendo aquello que querías coger? Y es que, ¿qué se hace cuando uno elige por su propia voluntad? Si las cosas no salen bien, si te has equivocado, si la condenada leche quema… no es culpa de una extraña enfermedad supuestamente neuronal, no es culpa de una pastilla mal administrada. Es, simple y llanamente, una posibilidad que ha fracasado. Y no hay que buscar más culpable que uno mismo.

Dios mío, se lamentó B desesperado.

 Esto es el fin.

La insoportable levedad del ser; Philip Kaufman 1987

LA DECISION DE SOPHIE

Cindy no fue Cindy hasta la muerte de su padre. A los diez años se llamaba Gertrud, vivía en Berlin y llevaba trenzas. Era hija del célebre mariscal Göring, ministro de la Fuerza Aérea Germana durante la segunda mitad del Tercer Reich. La pequeña Gertrud tuvo una infancia encantadora: los viernes comía pasteles de crema en casa de la señora Bormann, los sábados la criada la llevaba al cine para ver lo último de la UFA, los domingos jugaba a médicos con su primo Rudolph. Durante estos juegos de infancia, el chiquillo se encargaba de medir y toquetear las partes del cuerpo de su prima, con el fin de atestiguar que pasaba la prueba de la pureza. El padre de Gertrud había pertenecido a las SS, donde hizo carrera hasta llegar a ministro. En dicha organización de élite, solo aquellos que demostraban tener orígenes limpios de mestizaje desde, al menos, dos generaciones atrás, eran admitidos en el cuerpo. El mariscal siempre se pavoneó de sus ancestros “puramente eslavos”.

La pobre Gertrud, pese a tener la seguridad casi absoluta de que la prueba resultaría siempre satisfactoria, no podía evitar el sentir cómo se le encogía el estómago antes de que Rudolph emitiese su diagnóstico. Si ella provenía de las tierras de Zoria y Danica, nada podía pasarle. Estaba predestinada a ver el renacer de una nación pura, en la que cada individuo contaba como un pequeño engranaje dentro del sistema. Si de repente a su nariz se le ocurriese crecer unos centímetros o el ancho de su cráneo ya no fuese el mismo, todo el trabajo que hubiera podido entregarle a su nación caería en saco roto.

Pese a estas momentáneas crisis de identidad aria, Gertrud se sentía pura y limpia cuando se miraba al espejo. Cada vez que se levantaba por las mañanas y se vestía para ir a clase, encontraba sus ropas amorosamente plisadas por la nurse, desprendiendo éstas un suave olor a lavanda. Las braguitas, camisetas y calcetines eran de un blanco inmaculado. Y la falda gris a cuadros escoceses estaba perfectamente planchada. A Gertrud no le cabía la menor duda, eso debía de significar la pureza de la raza.

Cuando a los catorce años su primo Rudolph decidió pasar a toquetear otras partes de su cuerpo (de más difícil acceso con cinta métrica) ella pensó que este hecho en nada molestaba a la tan presente pureza de la que hablamos. Es más, le hubiese gustado poder empezar a servir a su patria acudiendo a las casas de maternidad, donde bellas mujeres con sedosos cabellos rubios envueltos en coronas de flores se ofrecían a los miembros de la Lebensborn. Allí crecían centenares de retoños, concebidos para purificar a la nación progresivamente, dando la oportunidad al gobierno de limpiar el país de indeseables razas no meritorias de respeto alguno.

El día de la primera regla, Gertrud comunicó a su madre que ya estaba preparada para servir al Reich: qué mejor manera de hacerlo que entregar sus ovarios al disfrute de los soldados, a la causa nacional, a la ciencia inclusive. Pero la madre, que no estaba de acuerdo con tales modernidades y que, además, era una católica convencida (hecho que el mariscal siempre trató de ocultar, pues no era bien visto por los defensores de la patria), puso el grito en el cielo y le propinó una bofetada. Eso era para campesinas sin estudios, ya encontrarían ellas otra manera de servir al régimen.

El sueño de convertirse en la mártir paritorio del Nuevo Orden quedó, así, aparcado.

El curso de los acontecimientos cambió de rumbo, sin conceder a Gertrud un tiempo prudencial para poder acostumbrarse. De pronto, los periódicos anunciaban que su padre iba a ser ahorcado después de los juicios de Núremberg. Los botines, las bragas, las camisetas y sus faldas grises de cuadros escoceses… todo se le hizo pequeño. Y además, ya no tenía criada alguna que se los fregotease. Lo del olor a lavanda quedaría reservado para otras jovencitas, porque ni ella sabía lavar ni su madre parecía dispuesta a hacerlo, entregada como estaba a arrancarse el pelo de la cabeza y demás crisis histéricas. De pronto Gertrud ya no se sintió tan pura.

La familia del primo Rudolph pensó en trasladarse a América puesto que el cabeza de familia era un reputado científico molecular, y ya se sabe que de esos hacen falta en todas partes, independientemente de a quién se haya servido antes y con qué fines. La madre de Gertrud, muerta ya en vida, tuvo un momento de lucidez y dejó a su hija en manos de la familia de su hermano. Todos los documentos fueron falseados y los pasaportes perfectamente diseñados. En una semana, Gertrud y Rudolph pasaron de ser primos a ser hermanos.

Una vez en América, la familia se instaló en un pequeño apartamento de Nueva York, en el barrio de Queens. Para evitar los molestos y groseros comentarios de todo un país germanofóbico, Gertrud decidió hacerse llamar Cindy. Rudolph, por su parte, pensó que le gustaba más ser Rusty y abandonó su afición a la medicina por otra que no complacía tanto a sus pretéritos modelos de conducta. O lo que es lo mismo, sus padres. Pero aquí el que no corre vuela, y Rusty acabó ganándose la vida como campeón regional de bolos, acostándose con camareras (a las que, pese a todo, seguía midiendo la anchura del cráneo), y consagrándose a la noble causa cervecera.

La nueva Cindy debía decidir qué nueva (y casi improvisada) dirección tenía que tomar su vida.

Pero la resolución es muy costosa para ella. Por eso vuelve del pasado para demandar nuestra ayuda.

 

La Desisión de Sophie (en honor a mi madre); 1982; Alan J. Pakula. Meryl Streep está de moda (Kevin Kline, no).

IL ÉTAIT UNE FOIS DANS L’EST

Para evitar llorar más de lo necesario ante el declive del imperio quebeco, he ido a ver a Sarah Jessica y a las otras muchachas en la película que sigue a esa serie que tantas satisfacciones me dio en su día, a su paso por el canal Cosmopolitan. Cuando era más joven y estaba necesitada de ficción mala con buenos diálogos. En la peli, como de costumbre, las solteras llevan tacones-y-todo-eso, disfrutando con la idea de vivir en una ciudad donde se puede encontrar el amor. Una ciudad, Nueva York, donde la mitad de sus habitantes son negros… pero no los vemos. Menos cuando son chóferes o similares, claro.

Minutos antes de que la película comience, la chica negra que está a mi lado refunfuña, maldice, se queja de lo que a ella le parece una falta de respeto: que yo apoye el pie en el asiento de delante (vacío, por otra parte). Qué barbaridad, que falta de todo decoro, que luego dicen que son los negros los que son unos cochinos sucios, pero que los blancos son los más puercos, no hay más que mirarme. Cuenta una anécdota, para demostrar a su amiga la teoría de que los blancos son sucios, mediante una experiencia empírica anterior a la que ahora mismo está a su lado. Después, arremete de nuevo contra mi pie, todavía rebelde en el asiento de delante. Al principio no entiendo bien la relación entre la vergüenza, el blanco, el negro y la suciedad. Pero, finalmente, y al ser yo blanca, me siento aludida. Así que bajo la pata del asiento, no sea que me expatríen a dos días de mi partida. Ella grita que, a Dios gracias, al fin la maleducada esa lo ha entendido. Acto seguido pregunto a la muchacha que, si le molestaba que pusiese el pie en el asiento de delante, solo tenía que decírmelo de manera educada. Ella me responde: << acaso hablo contigo? Porque si hablo contigo te lo digo, pero no estoy hablando contigo, así que cuidado.>>

Si me insultas llamándome cerda blanca podrías ser un poco congruente con la vida en general y contigo misma en particular y dejar de pagar los putos 8 dólares que cuesta una entrada de cine para ver cómo desfilan ante ti los estandartes del imperio criollo americano, donde las princesas de alto standing son todas de un blanco inmaculado y donde la protagonista, una tal Carrie, contrata a una negra (oh, no me lo puedo creer) para que sea su asistenta personal, una especie de versión moderna de la Mami de Vivian Leigh, con demasiado gloss en los labios y cara servil, que sabe de informática y que libera a su ama de los grandes problemas logísticos de la vida real, como leer los mails o abrir las cartas. La versión chic de una… ¿sirvienta????

Ahora tomo aire. Yo tampoco debería haber comprado esa entrada.

Carrie, en un arranque de caridad con la muchacha negra de provincias, le regala un bolso Fendi (¿o era Louis Vuitton?). ¿Por qué te emocionas y gritas, para que todo el mundo en la sala te oiga, que eso es verdadera amistad? ¿A qué estamos jugando?

Este incidente no va más allá de mi indignación al ser llamada cerda argumentando mi condición racial. Pero si yo me indigno, por ella y por toda la tontería junta acumulada en la película, mezclada con una declaración de intenciones que podríamos calificar de clasista o muy clasista, ¿por qué la tipa no me deja ser una cerda sin color de piel? Reivindico el derecho de ser llamada puerca sin más.

También reivindico la posibilidad de poner el pie en el asiento de delante sin tener que convertir todo esto en un asunto de estado.

¿Tú por quién hubieses votado antes de que Hillary se retirase para ser vicepresidenta?

Il était une fois dans l’est; André Brassard, 1974

JEUNESSES MUSICALES

Si considero que mi existencia transcurre sin olvidar un punto de referencia constante, puedo también afirmar que vivo al otro lado de un océano donde las cosas pasan seis horas después. En muchas ocasiones olvido toda cuestión referencial y todo pasa ahora. Puede que las distancias más grandes sean las que se instalan en la cabeza, aunque yo diría más bien que un océano hace cambiar la mentalidad de cualquiera. Si alguna vez me preguntas si me gustó estar aquí y te respondo con un “sí, pero hizo mucho frío”, no te lo creas. Si te interesa saber, exige que te cuenten la verdad en versión extendida, montaje del director. A lo mejor, y si das con una buena edición para coleccionistas, puedes disfrutar de unos extras, con escenas descartadas, entrevistas a los actores y declaraciones en exclusiva del equipo. Cierto es que cada vez me apetece menos hablar de lo que hago/como/vivo/lloro/río/viajo/veo/escucho… y ni siquiera cuando lo intento me sale bien. Me encanta ver cómo he perfeccionado el arte de no contar nada de mí a nadie, bajo ningún concepto. Aunque lo intente, ya no tengo credibilidad. Y aunque a veces quiera, ya nadie me lo pide.

De lo único que tengo ganas en este preciso momento es de estar en casa de mis abuelos, en el porche, debajo de las moreras, sentada en una mecedora, leyendo. Mientras, mi abuela ignora el hecho de que esté realizando cualquier otra actividad más que la de hacerle compañía, y me habla de las mismas historias de siempre porque la señora pierde la memoria de una vez para otra. Me cuenta cuando mi bisabuela se tiró al pozo ya que, según diagnóstico profesional, “tenía impulsos de matar o matarse”. Me recuerda a personas que se han muerto ya y que yo no conozco. Me dice que que mi bisabuelo se comió una tanda de higos con gusanos. En ese porche la vida no transcurre, solo hay una brisa pesada y algunos coches viejos que pasan para comprobar el nivel del agua de la acequia. El campo es seco, el agua para el regadío es demasiado salada y a mi abuelo se le va la cabeza. Ni siquiera hay piscina. Y esto no es ni siquiera nostalgia, es deber.

De tanto mirar hacia delante te olvidaste de volver la cabeza, no sea que te tuerzas el cuello y, de paso, te recuerden quién eres.

Jeunesses musicales; Claude Jutra, 1956.

DECADENT EVIL

El porno no es lo mío. Lo mío es nada. Un nada entonces:

Parte 2. Olimpia o la mujer esculpida.


<< Si la decadencia emergió alguna vez de entre las piernas de una mujer, esa mujer sería Diáspora, esposa de Hefesto. El susodicho desacierto resulto ser una niña (o eso dicen) a la que pusieron por nombre Olimpia. Sin embargo, y para disgusto de su madre, belleza mediterránea donde las hubo, la cría heredó la acritud del padre. Es más, Olimpia vino al mundo desafiando las leyes de la biología, con una sexualidad dual que aturdió a médicos y especialistas. Un dos en uno que hizo que la abuela de la familia cayese en coma profundo.

Lejos de querer sentirse como un animal de circo, Hefesto, científico al servicio de la guerra, hizo trasladar a su familia la base militar de Tatoi, al noreste de Grecia. En ese apocalíptico escenario creció la pequeña Olimpia. Mientras el padre se dedicaba a perfeccionar bombarderos y a suministrar base científica a militares con vocación asesina, la madre se consagraba a sus labores. De este modo, la base militar de Tatoi estaba dominada por la entrepierna de Diáspora, que se beneficiaba tanto a cadetes como a generales, sin importarle mucho más. La niña, respetada por salir de entre las piernas más reverenciadas de la región, nunca tuvo problemas con los soldados de la base. De hecho, fue allá donde le enseñaron las reglas del guerrero, que años más tarde la conducirían al centro de salud mental.

Olimpia se marchó prematuramente del nido familiar para trasladarse a Atenas, donde la religiosa paga mensual de Hefesto le permitió sumergirse en una vida de desenfreno, que en nada se parecía al aséptico entorno militar de Tatoi. Parca en palabras, las comunicaciones de la muchacha solían llevarse a cabo mediante la fuerza bruta. Pronto se forjó la leyenda, y su abultada silueta fue conocida entre las gentes que poblaban los suburbios de la capital. Brava, sin control, como una bestia que anda suelta, su primigenio modo de comportarse le valió el respeto de todos aquellos que llenan sus vidas como llenan sus vasos de cerveza. Entre esas calles, donde la basura se acumulaba y, junto a ella, el vicio, Olimpia era un alguien.

Ciertos hombres, venidos desde otros universos lejanos al suyo, se habían sentido atraídos por las múltiples historias que de ella se contaban, más allá de los muros derrotados de esos barrios. Existía una mujer tan grande como un hipopótamo, capaz de procurar placeres que ni siquiera sabías que existían. Hasta que apareció él y Olimpia se sumergió en sus propios goces. Cruzando el Océano Indico, pasando por el Mar Arábico y el Mar Rojo, atravesando Egipto, Simbad llegó finalmente al Mediterráneo.

Conocedor de las mujeres, supo cómo maravillarla. Ignorando el hecho de que ciertas personas no tienen derecho a ser amadas, ese hombre construyó un espejismo de vida para Olimpia. Ella, sintiéndose vulgar y ordinaria con la mayor de las sonrisas, supo adaptarse a una vida de horarios y tiempos muertos. Pero Olimpia era todo menos ordinaria: entre sus piernas se escondía el secreto que la había catapultado al Olimpo de los bajos fondos, como musa y estandarte.

Un día, de vuelta de uno de sus muchos viajes, Simbad llegó a casa acompañado de un tigre llamado Parjanya. Olimpia pronto se decantaría por el animal, olvidando parcialmente a su compañero. Pese a estar acostumbrada a la vida entre las personas, la mujer empezó a sentirse más a gusto con el animal de lo que nunca lo había estado con cualquier ser humano. Con él compartía instintos y modos, una afiliación que hacía de ellos una pareja perfectamente compenetrada. Fue el principio del fin de su vida como habitante de este mundo.

Durante uno de los muchos paseos que compartían Parjanya y Olimpia, la bestia emprendió un camino jamás explorado. La reacción de cualquier dueño hubiese sido obligar al animal a volver sobre sus pasos, siguiendo la senda segura, aquella ligada a lo cotidiano. Pero ella respetaba los instintos de su amigo, sabía que un animal crecido en la jungla siempre sería fiable, pese a encontrarse ahora sobre asfalto. Minutos después, ambos se hallaron a las puertas de uno de los burdeles que Olimpia frecuentaba en épocas vencidas, cuando su doble sexualidad dominaba la ciudad. El tigre la condujo y ella se dejó guiar, interrogándose sobre las razones que la hacían volver a ese lugar. Cuando Parjanya se paró frente a una puerta roja, la mujer la abrió sin dudar. Con el tiempo se arrepentiría de no haber dado media vuelta y haberse dirigido a casa para preparar la cena a Simbad. Pero su marido ya estaba merendando, ante sus ojos, la cabeza metida entre las piernas de Cindy, prostituta oxigenada con vagina ordinaria y vulgar.

Simbad murió en el acto. La furcia consiguió escapar, pese a que hoy en día todavía sufre dolores a causa de la falta de su oreja derecha, que le fue arrancada por una muy disgustada Olimpia. Parjanya miró a su ama, conocedor de la suerte que le esperaba. Siempre fiel a la mujer, esto no le salvaba de lo que venía a continuación. El haber sido testigo y promotor de tal vergüenza le condenaba a la muerte. Con dignidad, esperó a que Olimpia se acercase y pusiese las manos sobre su cuello, para empezar a apretar con firmeza. Los ojos de su ama, fijos en los suyos, le pedían perdón al mismo tiempo que expresaban un odio profundo. Odio por haberle arrancado, de repente, de una vida que le complacía por su vulgaridad. Pese a que fuese una mentira, era suya y nadie tenía derecho a acabar con ella. Ahora ni siquiera había mentiras en su vida, no había nada. Ni Parjanya, ni Simbad, solo un trozo de carne, parecido a una oreja, que todavía le colgaba de la boca.

Como era predecible, la encerraron en un manicomio. Nada más desembarcar en el centro, y antes de que la tomaran a la ligera, Olimpia subió su camisón de interna y mostró el contenido de su ser, que no era otro que un sexo deforme con atributos disociados. Esta vez había aprendido, hay que mostrar lo que eres. Porque, por mucho que una se esfuerce en disimular, el día de tu autopsia, cuando seas un cadáver al que hay que hacer una orden de defunción, lo único que contará será tu cuerpo desnudo e indefenso. Y lo que el médico forense encontrará, será un sexo atrofiado, que quizás sirva como cobaya para aquellos que se pretenden conocedores de la ciencia.

En su intento por ser ordinaria, Olimpia casi se olvida de que, la vida, como reflejo cimentado por mentiras e ilusiones fluctuantes, le estaba prohibida. Porque lo que ella tenía debajo de su camisón de interna era una verdad tan grande que estremecía. Las verdades absolutas son poco maleables. Se quedan en el mundo, impermeables al paso del tiempo.

Y así existió Olimpia, convertida en escultura. >>

Decadent Evil; una película que no hay que ver pero de la que me saco el título por feo; Charles Band, 2005.

CROMOSOMA 3

Hace como doscientos mil años y un día que no me pasaba por aquí. Puede que lo más correcto fuese continuar con la historia seudoporno (o seudonada), pero el problema es que mi inspiración bebe directamente de mi exotismo. Y mi exotismo depende, a su vez, de mis ciclos menstruales. Y ya he tenido como tres embarazos. Ahora paso por una de mis fases de embarazada, en las el niño se autogenera en mi vientre, provocando que las reglas no vengan. Muchas veces he repetido que llevo el anticristo metido en el útero. Está ahí, bien instalado, pensando profecías apocalípticas para dentro de nada. Por su culpa a veces debo pegarme golpes en el vientre, a ver si muere y las profecías no se cumplen. Aborto criminal.

Desde que no escribo han pasado varias cosas. Pero no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es de mi fase “viva la hispanidad”, en la que comí jamón serrano y me encontré con Almodóvar aquí en Montréal (eso pasó en mi cabeza, pero me da igual). La cuestión es que he descubierto que el profesor de cine chino… espera, un momento.

Dios bendiga el cine chino.

Pues lo que decía. Mi profesor de cine chino (cine chino, cine chino, cine chino) estuvo de intercambio en Granada. Así que, además de hablar chino (chino, chino, chino) habla castellano. Voy a tratar de no escribir más la palabra chino en lo que queda, vale?. También he descubierto que en la universidad venden libros de Mario Vargas Llosa, pero como mi madre me ha prohibido leer a Vargas Llosa desde que tengo uno de razón, esos libros no sirven de mucho.

Creo que mi fase “viva la hispanidad” fue una especie de mecanismo patriótico forjado a partir de la desidia. No voté. Lo intenté tres veces, pero no me salió bien. La primera vez que fui a la embajada un tipo bajito y rechoncho, con acento murciano, me echó; la segunda había tormenta de nieve y no llegué a tiempo. A la tercera sí llegué, pero con 12 horas de retraso. Ya no se podía votar. Este es un hecho que he ocultado a todo el mundo porque me daba vergüenza. Ahora, puedo reconocerlo y levantar la cabeza.

Porque ya me estaba empezando a sentir culpable. Mi cabeza vaticinaba la llegada de un poder absolutista, las manos del Opus Dei controlaban el país, una nueva época de oscurantismo se cernía sobre mi conciencia. Por suerte todo quedó en cábalas. No es que vivamos una nueva Edad de Oro, pero mis fantasías demoníacas han cesado. Luego me enteré de que Rajoy ganó un escaño gracias al voto en el extranjero. Mea culpa. Ese escaño soy yo.

Cumplí un año más. Y lo hice como siempre, en realidad soy una sentimental. En esa época también estaba embarazada, embarazada en Nueva York. Como es tradición, me compré un vestido que no me probé (la tradición es lo de comprar, no lo otro). El vestido de mis 23 años me hace unas tetas descomunales, como percibí en las fotos de después. Cuando pasé de 22 a 23 fue un domingo noche en un bar vacío de Harlem. No, no es guay, es triste. Respecto a lo de llorar, que es otra de las cosas que siempre hago en mi cumpleaños (pero que puede extrapolarse a las bodas y demás celebraciones del amor), tuvo que ser delante de un pedazo de cemento de la zona cero. Chico no sé, el cemento armado tocó mi fibra sensible o vete tú a saber.

Por lo demás, hoy se me salen los higadillos por la boca debido a mis intentos abortivos, con el método “ahoga al niño en alcohol”. Anoche alguien quería saber cómo se decía polla gorda en francés. Y vinieron a preguntármelo a mí. Eso me hace pensar, ¿por qué extraña razón nadie en esa fiesta, que no fuese francófono, sabía traducir eso? ¿Acaso estamos todos locos? ¿Por qué mi cuerpo se autoembaraza? Tanto libro y tanta cultura nos vuelve a todos merilotas.

La conclusión que se puede extraer de todo lo dicho anteriormente es que, si ahora mismo tuviese hijos, los estrangularía.

Mujeres del mundo, no os embaracéis.

Cromosoma 3. David Cronenberg. 1979.

BUT I’M A CHEERLEADER

Me han dicho una de las frases más románticas de la historia de las frases románticas del mundo: “recuerda que tienes un pene que te espera”. Exacto. Siempre habrá un pene para mí. Y eso es lo más sensible que me escucharás decir. En caso de ponerme novelesca, prefiero ser Lucía Etxebarría que Corín Tellado. Espera no… creo que prefiero a Corín Tellado como muestra de la perversidad positiva del moralismo acérrimo antes que una mujer que define a sus personajes femeninos como prototipos fijos, “tipo A” (para casarse y despreciar) y “tipo B” (para follar e intelectualmente superiores). Dios, sería taaaaan feliz escribiendo novela rosa erótico-festiva… De esa que hace que las solteras maduras se masturben con lagrimillas asomando por sus ojos. El llamado feminismo “pro-sexo” asociado esta vez a la literatura “basura” (remarco, con comillas, lo de basura). Si el porno, considerado como género marginal, tiene quien lo reivindique, la mala literatura puede hallar también sus seguidores. Por lo menos yo estoy entre ellos. No vamos a consumir porno todos los días como tampoco todos los libros que vamos a leer tienen que ser aberraciones culturales… pero reconozco que una buena novela mala, cogida a tiempo, puede llegar a ser extremadamente liberadora. El Código Da Vinci no vale como literatura basura. Es basura, es excremento, es vómito… pero hay que rascar un poco más al fondo y alejarse de la superficie de los best-sellers. Sólo así podremos invertir el vómito hasta hacerlo positivo y, por lo tanto, sano y necesario para nuestra vida mental.

Dicho esto, creo que es el momento perfecto para que dé rienda suelta a mis pulsiones reprimidas y cree una obra corta y concisa (estoy en la base de mis teorías, no puedo darlo todo de golpe) para las solteras de este mundo y para las que no lo son. Esto podría ser el punto de partida para una futura carrera más o menos fugaz (depende de lo frustrada que esté como escritora de novela rosa para mujeres que no fluyen. Y digo fluir burdamente, de fluido y fluidos. Sin ninguna pretensión:

PARTE 1. Silvana o el bombón del tiempo.

<< Silvana acarició el rabo del enorme minino que dormía sobre su regazo a la vez que se estiraba para alcanzar mejor el bote de leche merengada. A ella le gustaban las cosas dulces. Ya desde su más tierna edad, Silvana reveló un gusto exacerbado por lo dulce y un sentimiento de náusea por todo aquello que faltase de azúcar. La leche merengada había sido su fiel aliada en varias ocasiones, a lo largo y ancho de su vida. Al no poder tolerar los alimentos salados, el uso reiterado de este mejunje, que a ella se le antojaba cáliz divino, se hacía obligatorio. Un poco de leche asomaba entre las comisuras de sus labios. Al pasar la lengua, Silvana recordó la cantidad de veces que le habían eyaculado en la cara.

A su parecer, el porno había hecho mucho daño. No es que a ella no le gustasen ese tipo de prácticas. Era, simplemente, que no las pensaba muy higiénicas. Sus amantes encontraban apasionante el mancharle la cara, una y otra vez. Y ella no podía sino preguntarse si tal manía no se debía, en cierto modo, a que su rostro causaba en los hombres una especie de perversa repulsión. Cuando era pequeña no era muy bonita, en realidad continuaba sin serlo… pero de ahí a tener que aguantar ciertas cosas había un trecho. Silvana acercó su cara al rabo del gato y jugó con él. Le gustaba el tacto suave del pelo en su nariz. A veces le hacía cosquillas y sentía escalofríos que recorrían su columna vertebral. Lo encontraba agradable. La mujer pensó que, ciertamente, esa bestia debía de ser la reencarnación de algún dios egipcio, dado su imponente porte y su rabo poderoso. Silvana había tenido muchos animales, pero acababa matándolos a todos a causa de su falta de responsabilidad. Ella y los seres vivos no eran una buena combinación. Con su madre había pasado lo mismo. Lo advirtió, era descuidada y no servía para horarios, inyecciones y supositorios. Total, que fue una pena. Quisieron echarle la culpa, porque por lo visto olvidó cambiarle los pañales así como varios días. Digamos que eso es una cantidad de tiempo considerable. Por un lado el tiempo es una invención humana, algo relativo y sujeto a consideraciones. Pero por otro, el almacenamiento industrial de excrementos causa infecciones, se quiera o no.

No obstante, el minino que retozaba sobre su muslos en ese momento le estaba durando bastante. Esto podría deberse en parte a que, desde hacía ya algún tiempo, se encontraba medianamente equilibrada. Ninguna de sus crisis le había sorprendido de nuevo. O eso que los demás llamaban crisis, claro.

Silvana acercó el tubo de leche condensada y abrió la boca. Apretó ligeramente, de forma suave, continua, firme. Y empezó a sentir ese sabor dulce que dominaba sus papilas gustativas y aturdía sus sentidos. Era una sensación que conocía de sobra, la pastosidad de la masa, el sabor que quedaba en su paladar durante unos minutos. Nada que ver con otras cosas que había probado tiempo ha.

Cuando estaba en la escuela primaria Silvana se masturbaba delante de las otras niñas. Simplemente se subía la falda, bajaba sus bragas y se ponía manos a la obra. Esto no hubiese tenido mayor importancia, o por lo menos no hubiese contrariado tanto, si ella no hubiese sido la profesora de biología. Incapaz de controlar su propia naturaleza animal, se dedicó al frenesí que le causaba rozar su vulva delante de las niñas. El APA decidió expulsarla y abrirle un expediente. Su caso salió en los periódicos, alimentando el hambre de las cientos de personas que cada mañana se deleitan con copiosos desayunos. Sin trabajo, sin familiares y sin motivaciones sexuales, la mayor injusticia de su vida pudo acometerse.

En el centro donde la ingresaron la existencia no era lo que podía llamarse fácil. Las demás chicas se dedicaban a meterse con ella con la ayuda de un desatascador al que llamaban Rocco, apelando directamente al carácter fálico del mismo. A Silvana no le importaba tanto que la violaran como que lo hicieran como un desatascador llamado de ese modo. Le parecía extremadamente genital y, por lo tanto, machista. Silvana, además de la sal, odiaba todo aquello que fuese falo-centrista. Así que Rocco y ella nunca fueron grandes amigos. La única compañera que encontró en ese sitio, horrible y devastador para toda alma libre como la suya, fue Olimpia. Por la que siempre sintió una especie de pena y repulsión, todo al mismo tiempo. Según su parecer, Olimpia era un ser bello, hermoso… pero extremamente patético. Las otras internas comentaban que era medio andrógina, medio deforme, medio mujer, medio hombre. Medio nada, al parecer. Dado el carácter bizarro de su naturaleza sexual, nadie se metía con ella. A Olimpia se la miraba como se mira a una estatua de la Grecia clásica. Y ella, desde su postura glacial e impenetrable, alimentaba la leyenda.

Pero a Silvana no había quien la engañara. Pragmática en sus propósitos, alejó toda duda cuando, simplemente, le bajó las bragas. He aquí que el mito se deshizo ante sus ojos. Su vagina, formada como la de una mujer, tenía un clítoris megadesarrollado ciertamente ridículo. Una cosa eran las acepciones fálicas que se le daban a un desatascador, y otra la travesura que Silvana encontró entre las piernas de Olimpia. La biología le había gastado una broma pesada a esa pobre criatura que, además de básica y animal en su comportamiento, era un ser sin sexo definido. Ridículamente espantoso, pero extremadamente bello como concepto. A Silvana le atraían su decadencia y su deformidad de una manera casi sádica.

Sabía de sobra que, además, a su amiga nunca le eyacularían en la cara ni la violarían con útiles domésticos. Hasta en Grecia está prohibido orinar en las estatuas. >>

But I’m a Cheerleader, 1999, Jamie Babbit.

BALLET ADAGIO

De pequeña quería ser una princesa y mi madre me llevaba a clases de ballet.

El único problema era que no quería ser el tipo de princesa que baila. Porque el ballet nunca me gustó. A esa edad, que no sé exactamente la que era, yo medía veinte centímetros más que mis compañeras, así que pensaron que sería bueno para mi psicomotricidad. No sabían que iba a ser fatal para el resto de mi vida.

En las primeras clases de danza imitábamos animales y saltábamos como pequeñas bestias vestidas de rosa. Yo no entendía muy bien con qué fin hacíamos las mongolas en clase, y si tan bárbaras actividades servían realmente para aprender a bailar. Pero me parecía aceptable, ponerse unos zapatos de ballet tenía su parte de encanto.

Pronto me di cuenta de la castradora realidad. Solo había visto la parte amable de la danza. La otra, era tener una profesora con verruga que no te dejaba ir al aseo a beber agua. Yo era de las más mediocres en el digno arte de saltar en mallot, y básicamente me dedicaba a sacarme mocos de la nariz. No sé muy bien dónde los pegaba, a lo mejor en la barra de estiramientos. El caso es que la fea de la verruga remarcaba todo el tiempo mis errores y ponía en evidencia mis carencias. Solo en un ejercicio que consistía en estirar el cuello yo era de las mejores. Había una chica que se llamaba Úrsula y que lo hacía igual de mal que yo, así que nos ponían juntas. La verrugona llegó a amenazarme con no dejarme salir en la obra si no mejoraba y practicaba en casa. Yo, que era una niña, me lo creí. Ahora sé que me tenía que dejar actuar, pues gracias a las madres preocupadas por la psicomotricidad de sus hijas, que pagaban religiosamente las mensualidades, la profesora pudo pagarse una dura operación para quitarse la verruga.

El caso es que éramos impares y consideraron que sería mejor que yo no actuase en el primer espectáculo, el de danza clásica, sino en el último, el de flamenco. Como por azar. Tuve que aprender a tocar las castañuelas, cosa que me gustaba un poco más, porque al fin y al cabo se basa en aporrear hasta que te salga. Sin embargo por esa época se me caían los dientes de leche y este hecho me parecía mucho más interesante. Así que en vez de practicar con las castañuelas me miraba la boca.

Llegó el día de la representación. Lo hice todo al revés que mis compañeras. Mi madre me dijo que cuando acabamos grité, indignada, que todas se habían equivocado de lado y que sólo yo lo había hecho bien. No sé si mi subconsciente infantil reaccionó y le aguó la fiesta a la tipa de la verruga, pero a día de hoy me siento orgullosa de mí yo niña. Si retrocediese en el tiempo y volviese a llevar mallot y zapatos de ballet, me volvería a sacar los mocos y volvería a joderle la representación a la ruca aquella.

Años más tarde, dos amigas mías tuvieron la extraordinaria idea de hacerse bailarinas con 16 primaveras. Y acudieron a la escuela de la susodicha verrugona a informarse. Y es lo que pasa con 16 años, donde va una, van todas. Y allí me encontré de nuevo, frente a la harpía, mucho más vieja y sin verruga. Todo el mundo tiene sus propios demonios, esas personas que han contribuido a generar traumas y a reforzar inseguridades. Pues la mía me preguntó si no quería, yo también, tomar clases de danza. No, le dije, ya lo intenté pero no me gustó. Me ahorré el explicarle que puede que no me gustase por su culpa. Porque a lo mejor yo era una niña a la que le gustaba bailar al revés.

No contenta con traumarme de pequeña, la tipeja lo intentó también en mi adolescencia. Y si no quieres ser bailarina, me preguntó, ¿qué quieres ser? ¿secretaria?

¿Secretaria o bailarina? Hete aquí la cuestión.

Cuando mis amigas y yo contestamos cosas como “arquitecta”, “odontóloga” o “economista”, la mujerzuela nos miró con una cara que jamás olvidaré en mi vida. No se lo creía. No éramos delgadas, ni muy guapas, ni estábamos bien peinadas y vestidas. Así que no se lo creía.

Pues jódete cerda, porque ninguna de nosotras quiso ser bailarina y ninguna de nosotras será secretaria. Y mis amigas serán odontólogas, arquitectas y economistas.

Y yo bailaré sobre tu tumba.

P.D. Y esta es mi relación traumática con la danza. También tengo relaciones traumáticas con la música, con el deporte y con las matemáticas, además de con los hombres y las personas en general. Pero las dejo para otra ocasión. No sé por qué, ayer sonó el despertador y me acordé de todo esto.

Ballet Adagio; 1972, Norman McLaren

SCORPIO RISING

Pollitas. Jesucristo. Motoristas vestidos de cuero. Cruz gamada. Mostaza. Marlon Brando. Elvis. Películas de Jesucristo. Mostaza. Motoristas. Jesucristo. Pollitas. Palizas. Cruz gamada. Mostaza.

Llevo siempre una libreta conmigo por si voy a la biblioteca y tengo que apuntar las referencias de algún libro, o por si olvido mis códigos de acceso a mi portal estudiante (lo que ocurre bastante a menudo). Pero a veces retrocedo algunas páginas y me encuentro con anotaciones como la de arriba, comentarios del estilo cultural-erudito que anoto aparte porque considero que son conceptos demasiado elevados como para que entren en el examen. Cada una de las palabras del primer párrafo corresponden a una escena de un cortometreaje realizado por un tipo llamado Kenneth Anger. Más abajo escribo, literalmente:

“Kenneth Anger (dos puntos) el aparato reproductor c’est caput, era prostituto antes de ser actor y pilló la sífilis”.

Luego me entero de que el depravado este es el autor de Hollywood Babilonia (tomo I y II), donde pone a caldo a todos sus colegas de la industria y cuenta cosas irreverentes que nunca deberían ser contadas.

La mujercita de mi lado en el examen del lunes escribió su testamento + su legado cultural hacia este mundo impío a lo largo de hojas y hojas, mientras que yo contaba las líneas que me quedaban para llegar al mínimo. Siempre, siempre hay gente mala. Luego saco mi sandwich putrefacto comprado en la cantina y ella se pone a comer pepino cortado en rodajas dentro de un taper. Los tápers no están hechos para el pepino, y el pepino no está hecho para ser comido porque sí cuando estás en la veintena. Yo bebo agua del grifo y ella un zumo biológico de manzana. Ella con su pelo liso y yo con mis bucles, que no odio pero un poco sí cuando me tengo que peinar a las 7 de la mañana. Cosa que solo ocurre un día a la semana, al señor gracias.

Cuando fui a Quebec me paré a mirar un escaparate con abrigos de esos que abrigan de verdad y en ese preciso intante escuché “Benidorm”… Benidorm!! Esa hermosa ciudad con un aqualandia! Levanto la cabeza y digo hola, ellos me preguntan de dónde soy y yo digo que de Alicante. Ellos me dicen que también, y entonces yo especifico. Me miran de arriba abajo, como si quisiesen tirarme a la cara la caca maloliente de los caballos gordos que se pasean por Québec: “Bonita, tú no eres de Alicante entonces! (me mira los pies) ¿Tú también haces zapatos?”. Cerdo. En la secretaría de la universidad una de las señoras de pelo blanco que allí trabajan se vanagloria, cada vez que voy, de que conoce España porque en su juventud estuvo de viaje durante algunas semanas. Viaje que ella asegura que le salió por 300$. El pelo lo tiene blanco, sí… pero el ADN caducado. ¿300 dólares? ¡Está muerta y no lo sabe! ¡Que alguien le habra los ojos! La muerta viviente le dice a todo el mundo que Valencia no está en Italia, sino en España. Gracias muerta. Y que es la tierra de las naranjas. Sí muerta, en Valencia hay naranjas y en la otra ciudad (que no nombro porque va en contra de mi religión) se hacen zapatos. Viva el reduccionismo cultural.

Creo que a la muerta le gusto, me encuentra exótica.

Mi equipo y yo misma ganámos el honorosisimo primer premio del Rallye Découverte de Montréal, consistente en dos botellas de vino con un coste total de 80$. Más les hubiese valido darnos los billetes, porque con ese dinero compro una bacanal entera y no dos simples botellas de vino, por muy gourmet que sea.

A estas edades y con estos presupuestos, mejor cantidad que calidad

La nieve ha llegado y se queda cinco laaaaargos meses. Mi madre me consuela diciéndome que puedo hacer muñecos de nieve… yupi. Cuando la nieve me llegue por las rodillas y no pueda salir de casa, yo y mis amigos los muñecos de nieve haremos fiestas divertidas donde comeremos nieve y beberemos nieve

A lo mejor hasta defecamos nieve.

P.D. Me voy a Toronto, donde reencontraré a la princesa del pop de Burjassot. Solo espero que en Toronto no hayan caballos gordos que caguen cosas como mierda.
Scorpio Rising, una historia de motoristas gays y nazis, mostaza, placer y sadismo, 1964, Kenneth Anger.

EL DECLIVE DEL IMPERIO AMERICANO

Durante la década de los noventa Oriente Medio aumentó su división interna y los países árabes dejaron de representar un peligro para la existencia del estado de Israel. La Guerra del Golfo dividió a los países árabes, algunos de los cuales se aliaron con potencias occidentales para atacar a Irak, que bajo el gobierno de Saddam Hussein habia invadido Kuwait.

Vale


Mi compañero de piso iraní es un hombre con jersey de los noventa, pelo de los noventa y gafas de los noventa. Es un hombre de treinta años que baila como un hombre de tres. Y sólo ahora, que escribo la palabra «hombre» para referirme a él, me doy cuenta de que sí… es un hombre y no un hermano pequeño. Si lleva pelos, gafas y jersey de los noventa es porque debió comprárselos en los noventa. Cuando era un chiquillo. A veces se viste con el mismo jersey de los noventa durante toda una semana, creo que es porque es un ser austero. Come confitura de zanahoria con pan de pita para desayunar. Y se la come con las manos y hace mucho ruido cuando mastica, así que a veces nos enfadamos con él sin razón, solo porque el sonido que produce con su boca es irritante. Es todo un reto comer a su lado. Creo que mis experiencias con el Yoga me ayudan a superar el trauma. Tiene la costumbre ancestral (porque digo yo que vendrá de sus ancestros de oriente) de ofrecerte todo lo que come, y si dices que no él insiste e insiste e insiste (e insiste) hasta que al final cedes a probar el vino de su región, que sorprendentemente ha encontrado en esta ciudad (vaya). Da igual que no te apetezca beber vino cuando estás comiendo un bol de cereales con leche. Pero atención amigo, si no te lo bebes te guarda tu ración para un momento más adecuado. Otra historia es la de que pruebe la comida ajena con los dedos y sin pedir permiso.

Es un hombre anclado en los noventa de Oriente Medio. Y, reconozcámoslo, estamos tan anclados en nuestros propios noventa que no nos paramos a pensar en cómo fueron noventa en otras civilizaciones que también pasaron por los noventa (todas, por otro lado).

Es el noventacentrismo.

Y sí, mi intención es escribir noventa veces la palabra noventa. En noventa líneas agrupadas en nueve párrafos de diez líneas. Nueve por diez, noventa.

En sus noventa se enamoró de Mozart y vió noventa veces Mozart, la película. Luego se volcó en The Doors, y vió The Doors, la película. Más tarde pidió un permiso de residencia permanente para explorar los resquicios noventeros de un país como Canadá. Tras años de espera (no fueron noventa años, que mal me viene) partió finalmente. Sin olvidar su maleta repleta de esas reliquias maravillosas que son su jersey de los noventa, sus gafas de los noventa y su pelo de los noventa. Mi teoria es que en realidad es casi calvo y solo tiene noventa pelos, por eso se pone la peluca que compró en el mercado negro-travesti de Irán. Es lo que tiene el Ayatollah, que por cierto se implantó en 1990 (yesss). Y así se plantó en la casa Appleton, donde me encontré con él. El último recuerdo relevante que tengo de su persona responde a la escena más decadente que jamás en mi vida he presenciado: un hombre realizando movimientos espasmódicos (lo que creí adivinar, respondía a una voluntad de seguir con el cuerpo los impulsos rítmicos de la música… es decir, pretendía bailar), un sombrero en su cabeza, una chaqueta de pata de gallo blanca y negra, una cara repleta de números pintados en rojo, y una yo vestida de rosa y disfrazada de muerta (sí, es posible hacer las dos cosas a a vez). Creo que aunque lo repitiese noventa veces no podría expresar el verdadero declive moral que significó celebrar Halloween tres días después. Puede que la señal más obvia e inequívoca de que se trataba de la mejor Fiesta No-fiesta en la que he estado es la calabaza podrida que empezaba a descomponerse en la entrada de casa. Si alguna vez ves una calabaza cuya sonrisa comienza a torcerse a causa de la putrefacción… no entres. Puedes encontrarte con una dimensión desconocida, una especie de Casa de los 1.000 Cadáveres en versión multicultural y multidisfuncional. Donde la gente pierde la dignidad.

Vivan los noventa, sin embargo. Y viva Él. Como dice la mejicana, .

En ocasiones doy las gracias al Señor por haberme permitido no aburrirme en esta vida en referencia a todo aquello que tiene que ver con mis relaciones interpersonales. No puedo decir que no haya conocido gente, que no haya salido fuera, que no haya objetivizado. Y después de variadas experiencias empíricas debo concluir diciendo solo una cosa, y para ello utilizaré una fuente bíblica, que son las que más satisfacciones me aportan: Dios los cría y ellos se juntan.

Sólo que a veces ellos se separan y se van lejos lejos. Pero bueno, siempre es para ir a peor.

Y eso, quieras que no, reconforta.

 

El declive del Imperio Americano. Denys Arcand, un maldito quebecoise. 1986.