El país del sol ausente

Lluvia
Llueve sobre mojado.

Desde el país del sol ausente en el que vivo (o sobrevivo), donde no hay eñe en los teclados aunque una tenga sus truquillos, asisto resignada a una primavera que ha sido invierno. Seguida, por cierto, de un verano que nunca será verano… Pero es que a lo mejor hasta será invierno. Lluvia y tonos grises me dan la bienvenida cada mañana. Y yo, con la cara pálida y las ojeras cada vez más marcadas por la falta de vitamina D, acepto resignada mi fatuo destino.

Tragedia griega

Es como haber cargado una peli súper divertida en Powvideo (chicos, no lo hagáis, es ilegal) que nunca arranca. Actualizas la página sin parar, sin resultados. Apagas y enciendes el router, refrescas, reinicias. No hay señales de vida inteligente. Y así seguirá eternamente hasta que llegue un otoño que parezca invierno. Solo que, con un poco de suerte, tendremos un otoño que se asemejará a un verano. Y nos volveremos totalmente bipolares y nunca más nos fiaremos de la App del móvil que predice el tiempo. Porque no saben nada. Y escucharemos atentos las teorías sobre el calentamiento global, creyendo que estamos acabando con los recursos del planeta y que esta es nuestra penitencia.

Y volverá a pasar lo mismo una y otra vez: harás planes de fin de semana. Un picnic electrónico, una terraza al aire libre, un concierto, un paseo por el bosque, un poco de deporte, un día en bici… Y lloverá. Porque siempre llueve cuando tienes ganas de ser feliz.

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Los tres jinetes del heteropatriarcado

venda ojos

He leído varios artículos, muy interesantes y completos, que ponen sobre la mesa análisis bastante inteligentes sobre la matanza homófoba en Orlando, que se ha saldado con 50 muertos y 53 heridos. Análisis que se alejan de las tesis racistas e islamófobas para centrarse en lo que verdaderamente tiene en común esa matanza con todas aquellas tragedias cotidianas que se siguen sucediendo en países como Rusia, Arabia Saudí, Nigeria y tantos otros. Sin olvidarnos de la escalada de violencia verbal que se produce en nuestro país cada vez que un cardenal abre la boca.

La violencia heteropatriacal está en todas partes, aunque se camufla de distintos modos. A veces te acaba matando y otras te provoca un dolor sordo e interno que no se va nunca. Si eres afortunad@, se te olvida que tienes esa espina dentro y sigues viviendo. Hasta que lees el periódico y sientes una punzada en el estómago. Porque descubres que a los ciudadanos gays no se les deja donar sangre en una escandalosa lista de países que incluye Bélgica, Austria, Alemania, Grecia o Irlanda (fuente, BBC diciembre de 2015). Porque es injusto. Porque se viola y se asesina a mujeres TODOS los días. Porque existe el techo de cristal y eso de la conciliación es una quimera. Porque si eres mujer y estas en la treintena eres un sujeto sospechoso de querer embarazarte… lo que por lo visto te incapacita para ejercer tu puesto de trabajo. Aunque el individuo que te entreviste sea el hijo o el padre de alguien. Y así podría seguir, con una lista de apocalípticos datos que nos darían ganas de hibernar hasta el próximo milenio, a ver si ha cambiado algo.

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La chica del tren o el fin de la sororidad

Rachel lo ha perdido todo. Su marido la ha abandonado para formar una familia con otra mujer. Para más inri, ahoga sus penas en el alcohol mientras simula que no ha perdido su trabajo. Por ello coge el tren cada mañana. Un tren cuyo trayecto se interrumpe siempre frente a una casa en concreto, donde viven Jess y Jason. Una vida de ensueño que la protagonista observa tras el cristal de su vagón, sabiendo que lo tuvo todo y que lo ha perdido para siempre. Solo que Jess y Jason solo existen en la cabeza de Rachel, como la proyección de sus propios deseos y frustraciones. La realidad, como suele pasar, es mucho más turbia. Un día, Jess desaparece y Rachel se ve involucrada en el caso. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de sí misma.

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Hola, soy la Rachel de la adaptación cinematográfica… ¿a que tengo buena cara pese a ser una alcohólica redomada? Ah, que es Hollywood y Emily Blunt es una de esas «feas de cine».

Sinceramente, este es uno de esos libros cuyo interés se da por concluido justo cuando llegas a la última página. Sí, tu pulso se altera un pelín hasta que consigues saber quién es el asesin@, pero el interés desfallece una vez llegados a ese punto. Hay muchos libros así, no es un problema, pero tampoco es un placer. Placer es Diez Negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Asesinato en el Orient Express Libros que no solo te ofrecen una salida o, dicho de otro modo, el alivio que se experimenta al conocer quién está al final de la madeja… sino también un largo e interesante viaje. No desear que se acabe, no querer conocer quién clavó un cuchillo en ese cráneo. Que el libro dure para siempre.

Sin embargo, ese es otro debate, y el que aquí nos ocupa es mucho más mundano.

Puede que si mis conocimientos en teoría de género fuesen más avanzados este artículo sería más jugoso. Aún así voy a analizar el best-seller de la (pasada) temporada, La chica del tren (Paula Hawkins, editado en España por Planeta), en clave de género. No se me ocurre cómo hacerlo de otro modo, carecería de interés.

Atención, spoilers.

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De isla en isla

En algún punto del post anterior sobre Maya Angelou, hacía referencia a mi imposibilidad para hacer frente a los vaivenes de la vida. A lo largo de mi trayectoria personal y profesional, algunos de estos terremotos me han traído sorpresas, me han servido de motor cuando ya no podía arrancar. Otros me han sumido en un largo sopor del que me ha costado levantarme. Ya se sabe que, cuando un terremoto se acerca, lo mejor es hacerse bola al lado de un muro de carga. El miedo, la mayoría de las veces, es el motor que mueve mi mundo, y no debería. Porque luego toca buscar entre los escombros.

Admiro a la gente que tiene una pasión, una gran pasión. Aquellas personas que cumplen la quimera de ser felices y estar satisfechas porque «aman lo que hacen». Es precioso, digno de admirar… inaccesible. Yo siempre he sido más bien de amar todo y no casarme con nada. Mi cabeza está repleta de islas independientes; y yo me siento como un pirata en busca de un trozo de tierra firme en el que desembarcar y echarse una siesta. Sin embargo, en la vida de todo pirata hay un tesoro… Solo que ninguna isla conocida hasta el momento me ha permitido encontrarlo. Y así se va dibujando una vida a la deriva, flotando en medio del océano. Sin timón ni timonel, que cantaría aquel.

A veces creo que la culpa es mía y otras, de los libros de autoayuda. Yo amo la vida, a mis amigos, una copa de vino o una cerveza bien fría, un billete de ida y vuelta, una peli a oscuras, una temporada sin empezar, un paseo por el campo, un viaje en bici, unas sábanas limpias, un horno encendido, una reserva en el restaurante, una piscina, una canción a oscuras, un libro tras otro, una isla tras otra. ¿Es requisito indispensable que deba amar lo que hago para ser feliz? ¿Y si no sé qué amar? ¿Y si no sé qué hacer? ¿Y si no existe profesión (digo amante) para mi? En ocasiones siento que ese afán por tener la vida perfecta, ese amar tu profesión, me ha llevado a una búsqueda que nunca va a tener un final. Porque nunca voy a encontrar el amor verdadero. Por eso vago de trabajo en trabajo, de proyecto en proyecto, de país en país.

De isla en isla.

https://youtu.be/yxLZhzpAC0U

Maya Angelou y el corazón de una mujer

«The heart of a woman«, que es como se titula el libro en inglés, es la cuarta de las siete novelas autobiográficas escritas por la activista/periodista/poeta/feminista/actriz afroamericana Maya Angelou. En este caso, la autora se presenta como una mujer que comienza a emanciparse económicamente al tiempo que crece su compromiso, tanto político como artístico. La veremos recogiendo fondos para Martin Luther King, como parte de una compañía teatral que trata de romper moldes en el Nueva York de los años 60, colaborando con el Gremio de Escritores de Harlem y, finalmente, como corresponsal en El Cairo hasta su separación del activista surafricano Vusumzi Make. Más tarde se mudaría a Acra, donde su hijo empezaría la universidad y ella compartiría activismo con el mismísimo Malcolm X

Pero eso ya es otra historia. Otro libro… 

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Maya Angelou durante una lectura en el Robsham Theater / Flickr

Me gustaría empezar aclarando que «The heart of a woman» no versa exactamente sobre las aventuras africanas de Maya Angelou, sino que se trata ante todo del testimonio sincero, no exento por tanto de autocrítica, de una mujer en búsqueda de ella misma. Con un tono descriptivo, aparentemente frío pero no exento de poesía y realidad, la autora relata su propia vida ayudándose de detalles extremadamente precisos. Un trabajo, el de la reconstrucción de la propia memoria, que resulta muy interesante como ejercicio literario. ¿Hasta qué punto las conversaciones que evoca Angelou se dieron tal cual? ¿De qué manera ha reescrito su historia? ¿Cómo se construye la épica de una mujer?

Cuando hablo de (re)construir un relato personal no pretendo poner en duda si lo que cuenta es o no real. Lo es, porque lo ha escrito ella. Todos somos seres en perpetua construcción de discursos, lo hacemos sin cesar. La religión, los estados-nación, las relaciones, las crónicas periodísticas, los relatos épicos… El mundo es una construcción constante donde nada es verdad, pero tampoco mentira.

Partiendo de esta base, Maya Angelou nos presenta la búsqueda de lo femenino en sus múltiples facetas. ¿Cuál es su lugar en el mundo como mujer, afroamericana, madre, amante, activista y trabajadora? Preguntas para las que no hay respuestas claras, solo una lucha constante con ritmos irregulares, con derrotas y con victorias. Con todo el dolor y la inestabilidad que ello comporta. Con etapas de lentitud, de inmobilismo. Con episodios (capítulos) que se leen con la rapidez y el estremecimiento propios de esa época frenética, que la autora retrata con gran acierto.

No obstante, debo reconocer que el libro no resultó lo que esperaba encontrar.

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Cosas que están pasando

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Room by the sea. Edward Hopper. 1951

Tuve un blog antes de que se pusiese de moda Facebook. De hecho, lo tuve mucho antes. Antes incluso de Fotolog, y de WordPress. Los blogs eran plantillas donde podías colorear, escribir y subir fotos. Cuando la vida era mucho menos complicada. De lo que se trataba era de escribir tu horrible, frustrante o aburrida vida con un halo de imaginación. Con ese nosequé que le imprimía cierta dignidad a lo que era, ni más ni menos, que una vida más de las muchas que pueblan este planeta.

Pero los blogs personales se pasaron de moda. Así, en un par de años. Llegaron los moderneos, los postureos, los amigos por decenas, los twits, los selfies. Y todo se fue al garete. No quiero extenderme en mis quejas, porque todas estas aplicaciones que han ido surgiendo a lo largo de los últimos diez o quince años son solo una prolongación de lo que era un blog en su tiempo: ego, ego y más ego. Ahora ya no basta darle un toque de pimienta a tu vida para que parezca menos triste. Tienes que estar buena, poner morros en las fotos cual morcilla en ventosa y, si se te ocurre escribir, ser experta en algo. El blog era cursi por definición, y lo cursi ya no gusta. Adiós a aquellos largos post nostálgicos por TODO. Adiós a las románticas que creíamos que nuestra vida podía interesar a alguien más que a nosotras mismas. Adiós a nuestro ego de algodón de azúcar.

Los blogs son ahora un contenedor de los pecados del ahora: buen diseño, palabras clave, enlaces, likes, comentarios y muchos, muchos conocimientos específicos sobre algo en concreto. No puedo explicar que anoche me quedé viendo una peli de Antena 3 mientras comía helado aunque lo revista con toda la ironía de la que me ha dotado la sociedad heteropatriarcal. ¿Nadie entiende la sátira? ¿No os hace gracia? Pues vale. Me retiro.

No, espera. Que no me retiro.

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LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SER

Si.

No.

O si. O casi que no.

Cada vez que quería decir sí, decía no. Y cuando la ocasión lo requería… él no decía no, sino que asentía con la cabeza. Como queriendo decir: sí. Pero en realidad no era sí. Era no.

Así que nadie sabía, apenas él mismo, qué quería decir cuando negaba tal o tal cosa. Pero es que incluso al afirmar, el desdoblamiento que sufría le impedía vislumbrar a qué o a qué otra cosa decía sí.

Esto era, por supuesto, intolerable en todos los sentidos posibles. Tanto en sentido negativo como positivo.

Estaba en tratamiento neuronal desde hacía algunos meses y casi mejor que no hubiese comenzado nunca, puesto que ahora vivía en una cuádruple encrucijada cada vez que se enfrentaba a una decisión, ya fuese menor o mayor.

Esto es: A (uno cualquiera) le pregunta a B (nuestro amigo) qué hacer sobre tal o cual. Si nuestro amigo B dice sí, en realidad quiere decir no. Pero en su intento de negar, siempre acaba asintiendo. Y viceversa, claro. Con las pastillas, este entramado alcanza una dimensión un tanto más complicada.

Se tomaba la pastilla del No cuando, debido a su disfunción, decía si aunque en su interior estuviese negando. Tomaba la pastilla del Si cuando decía no enérgicamente aunque en realidad significase un sencillo sí.

Y así hasta el infinito.

Por eso nuestro amigo se repetía constantemente, no sin cierta amargura, que su vida transcurría a la inversa. Tomemos como principio el hecho de que son nuestras decisiones (las sacras y las profanas) las que trazan el camino, que son ellas las que hacen que, en última instancia, el amigo A o B gire a la izquierda o a la derecha. Si esto es cierto, una negativa cambia el mundo y un sí a tiempo puede salvarte. Pero ¿qué pasa si todo se invierte? ¿Es como vivir una contra-vida? ¿Tu existencia se convierte en lo contrario que hubieses deseado?¿O tomar las riendas de tu propio caminar es un hecho imposible por lo utópico y estamos ante una inversión que no es más que una de las muchas versiones alternativas ante las que puedes toparte a lo largo de la vida?

Todo esto, y muchas cosas más que no conoceremos nunca, se las preguntaba B ante el Volumen 2 de las obras completas de Voltaire. El librero le había preguntado si, en caso de desear, deseaba B comenzar a leer al escritor francés por el volumen 1. Él, queriendo responder sí, dijo no. De este modo, y saltándose las obras primigenias involuntariamente, empezó directamente con las tardías.

Quizás, pensó de repente, era un ser afortunado y superior a los demás. Cabía la posibilidad de que, experimentando lo contrario a lo que su voluntad verdaderamente deseaba en cada momento, tuviese un conocimiento supremo y exhaustivo de todo lo que ofrece la vida, de las posibilidades que ésta otorga a todo el mundo (y todo el tiempo). Si seguimos la línea de este razonamiento llegamos a la conclusión de que B es un ser especial.

El gran B, capaz de afrontar siempre el reverso de su existencia. Un superhombre.

Un mañana se despertó. Apagó el despertador. Se duchó. Se peinó. Se afeitó. Se puso sus ropas. Vio que no quedaba leche en la nevera. Decidió bajar a desayunar. Cogió el ascensor. Dijo hola al portero. Pasó por el cajero. Entró en el bar. Pidió un café. Fue a mear mientras se lo servían. Volvió. El camarero preguntó, inocente, ¿te lo pongo con leche? Con leche le gustaba más a B, efectivamente.

Y, hete aquí, que el café fue servido con leche.

Todavía inocente e inconsciente, B acercó la taza a sus labios y se abrasó la lengua. La leche ardía. ¡Allí había leche! ¡No podía ser, no era posible, no era normal!

Se echó las manos a la cara y, casi sollozando, exclamó: ¡se acabó!

¿Será posible que aceptar lo que no se quieres sea más fácil y sencillo que asumir que has tomado la decisión que esperabas tomar, cogiendo aquello que querías coger? Y es que, ¿qué se hace cuando uno elige por su propia voluntad? Si las cosas no salen bien, si te has equivocado, si la condenada leche quema… no es culpa de una extraña enfermedad supuestamente neuronal, no es culpa de una pastilla mal administrada. Es, simple y llanamente, una posibilidad que ha fracasado. Y no hay que buscar más culpable que uno mismo.

Dios mío, se lamentó B desesperado.

 Esto es el fin.

La insoportable levedad del ser; Philip Kaufman 1987

LA DECISION DE SOPHIE

Cindy no fue Cindy hasta la muerte de su padre. A los diez años se llamaba Gertrud, vivía en Berlin y llevaba trenzas. Era hija del célebre mariscal Göring, ministro de la Fuerza Aérea Germana durante la segunda mitad del Tercer Reich. La pequeña Gertrud tuvo una infancia encantadora: los viernes comía pasteles de crema en casa de la señora Bormann, los sábados la criada la llevaba al cine para ver lo último de la UFA, los domingos jugaba a médicos con su primo Rudolph. Durante estos juegos de infancia, el chiquillo se encargaba de medir y toquetear las partes del cuerpo de su prima, con el fin de atestiguar que pasaba la prueba de la pureza. El padre de Gertrud había pertenecido a las SS, donde hizo carrera hasta llegar a ministro. En dicha organización de élite, solo aquellos que demostraban tener orígenes limpios de mestizaje desde, al menos, dos generaciones atrás, eran admitidos en el cuerpo. El mariscal siempre se pavoneó de sus ancestros “puramente eslavos”.

La pobre Gertrud, pese a tener la seguridad casi absoluta de que la prueba resultaría siempre satisfactoria, no podía evitar el sentir cómo se le encogía el estómago antes de que Rudolph emitiese su diagnóstico. Si ella provenía de las tierras de Zoria y Danica, nada podía pasarle. Estaba predestinada a ver el renacer de una nación pura, en la que cada individuo contaba como un pequeño engranaje dentro del sistema. Si de repente a su nariz se le ocurriese crecer unos centímetros o el ancho de su cráneo ya no fuese el mismo, todo el trabajo que hubiera podido entregarle a su nación caería en saco roto.

Pese a estas momentáneas crisis de identidad aria, Gertrud se sentía pura y limpia cuando se miraba al espejo. Cada vez que se levantaba por las mañanas y se vestía para ir a clase, encontraba sus ropas amorosamente plisadas por la nurse, desprendiendo éstas un suave olor a lavanda. Las braguitas, camisetas y calcetines eran de un blanco inmaculado. Y la falda gris a cuadros escoceses estaba perfectamente planchada. A Gertrud no le cabía la menor duda, eso debía de significar la pureza de la raza.

Cuando a los catorce años su primo Rudolph decidió pasar a toquetear otras partes de su cuerpo (de más difícil acceso con cinta métrica) ella pensó que este hecho en nada molestaba a la tan presente pureza de la que hablamos. Es más, le hubiese gustado poder empezar a servir a su patria acudiendo a las casas de maternidad, donde bellas mujeres con sedosos cabellos rubios envueltos en coronas de flores se ofrecían a los miembros de la Lebensborn. Allí crecían centenares de retoños, concebidos para purificar a la nación progresivamente, dando la oportunidad al gobierno de limpiar el país de indeseables razas no meritorias de respeto alguno.

El día de la primera regla, Gertrud comunicó a su madre que ya estaba preparada para servir al Reich: qué mejor manera de hacerlo que entregar sus ovarios al disfrute de los soldados, a la causa nacional, a la ciencia inclusive. Pero la madre, que no estaba de acuerdo con tales modernidades y que, además, era una católica convencida (hecho que el mariscal siempre trató de ocultar, pues no era bien visto por los defensores de la patria), puso el grito en el cielo y le propinó una bofetada. Eso era para campesinas sin estudios, ya encontrarían ellas otra manera de servir al régimen.

El sueño de convertirse en la mártir paritorio del Nuevo Orden quedó, así, aparcado.

El curso de los acontecimientos cambió de rumbo, sin conceder a Gertrud un tiempo prudencial para poder acostumbrarse. De pronto, los periódicos anunciaban que su padre iba a ser ahorcado después de los juicios de Núremberg. Los botines, las bragas, las camisetas y sus faldas grises de cuadros escoceses… todo se le hizo pequeño. Y además, ya no tenía criada alguna que se los fregotease. Lo del olor a lavanda quedaría reservado para otras jovencitas, porque ni ella sabía lavar ni su madre parecía dispuesta a hacerlo, entregada como estaba a arrancarse el pelo de la cabeza y demás crisis histéricas. De pronto Gertrud ya no se sintió tan pura.

La familia del primo Rudolph pensó en trasladarse a América puesto que el cabeza de familia era un reputado científico molecular, y ya se sabe que de esos hacen falta en todas partes, independientemente de a quién se haya servido antes y con qué fines. La madre de Gertrud, muerta ya en vida, tuvo un momento de lucidez y dejó a su hija en manos de la familia de su hermano. Todos los documentos fueron falseados y los pasaportes perfectamente diseñados. En una semana, Gertrud y Rudolph pasaron de ser primos a ser hermanos.

Una vez en América, la familia se instaló en un pequeño apartamento de Nueva York, en el barrio de Queens. Para evitar los molestos y groseros comentarios de todo un país germanofóbico, Gertrud decidió hacerse llamar Cindy. Rudolph, por su parte, pensó que le gustaba más ser Rusty y abandonó su afición a la medicina por otra que no complacía tanto a sus pretéritos modelos de conducta. O lo que es lo mismo, sus padres. Pero aquí el que no corre vuela, y Rusty acabó ganándose la vida como campeón regional de bolos, acostándose con camareras (a las que, pese a todo, seguía midiendo la anchura del cráneo), y consagrándose a la noble causa cervecera.

La nueva Cindy debía decidir qué nueva (y casi improvisada) dirección tenía que tomar su vida.

Pero la resolución es muy costosa para ella. Por eso vuelve del pasado para demandar nuestra ayuda.

 

La Desisión de Sophie (en honor a mi madre); 1982; Alan J. Pakula. Meryl Streep está de moda (Kevin Kline, no).

IL ÉTAIT UNE FOIS DANS L’EST

Para evitar llorar más de lo necesario ante el declive del imperio quebeco, he ido a ver a Sarah Jessica y a las otras muchachas en la película que sigue a esa serie que tantas satisfacciones me dio en su día, a su paso por el canal Cosmopolitan. Cuando era más joven y estaba necesitada de ficción mala con buenos diálogos. En la peli, como de costumbre, las solteras llevan tacones-y-todo-eso, disfrutando con la idea de vivir en una ciudad donde se puede encontrar el amor. Una ciudad, Nueva York, donde la mitad de sus habitantes son negros… pero no los vemos. Menos cuando son chóferes o similares, claro.

Minutos antes de que la película comience, la chica negra que está a mi lado refunfuña, maldice, se queja de lo que a ella le parece una falta de respeto: que yo apoye el pie en el asiento de delante (vacío, por otra parte). Qué barbaridad, que falta de todo decoro, que luego dicen que son los negros los que son unos cochinos sucios, pero que los blancos son los más puercos, no hay más que mirarme. Cuenta una anécdota, para demostrar a su amiga la teoría de que los blancos son sucios, mediante una experiencia empírica anterior a la que ahora mismo está a su lado. Después, arremete de nuevo contra mi pie, todavía rebelde en el asiento de delante. Al principio no entiendo bien la relación entre la vergüenza, el blanco, el negro y la suciedad. Pero, finalmente, y al ser yo blanca, me siento aludida. Así que bajo la pata del asiento, no sea que me expatríen a dos días de mi partida. Ella grita que, a Dios gracias, al fin la maleducada esa lo ha entendido. Acto seguido pregunto a la muchacha que, si le molestaba que pusiese el pie en el asiento de delante, solo tenía que decírmelo de manera educada. Ella me responde: << acaso hablo contigo? Porque si hablo contigo te lo digo, pero no estoy hablando contigo, así que cuidado.>>

Si me insultas llamándome cerda blanca podrías ser un poco congruente con la vida en general y contigo misma en particular y dejar de pagar los putos 8 dólares que cuesta una entrada de cine para ver cómo desfilan ante ti los estandartes del imperio criollo americano, donde las princesas de alto standing son todas de un blanco inmaculado y donde la protagonista, una tal Carrie, contrata a una negra (oh, no me lo puedo creer) para que sea su asistenta personal, una especie de versión moderna de la Mami de Vivian Leigh, con demasiado gloss en los labios y cara servil, que sabe de informática y que libera a su ama de los grandes problemas logísticos de la vida real, como leer los mails o abrir las cartas. La versión chic de una… ¿sirvienta????

Ahora tomo aire. Yo tampoco debería haber comprado esa entrada.

Carrie, en un arranque de caridad con la muchacha negra de provincias, le regala un bolso Fendi (¿o era Louis Vuitton?). ¿Por qué te emocionas y gritas, para que todo el mundo en la sala te oiga, que eso es verdadera amistad? ¿A qué estamos jugando?

Este incidente no va más allá de mi indignación al ser llamada cerda argumentando mi condición racial. Pero si yo me indigno, por ella y por toda la tontería junta acumulada en la película, mezclada con una declaración de intenciones que podríamos calificar de clasista o muy clasista, ¿por qué la tipa no me deja ser una cerda sin color de piel? Reivindico el derecho de ser llamada puerca sin más.

También reivindico la posibilidad de poner el pie en el asiento de delante sin tener que convertir todo esto en un asunto de estado.

¿Tú por quién hubieses votado antes de que Hillary se retirase para ser vicepresidenta?

Il était une fois dans l’est; André Brassard, 1974

JEUNESSES MUSICALES

Si considero que mi existencia transcurre sin olvidar un punto de referencia constante, puedo también afirmar que vivo al otro lado de un océano donde las cosas pasan seis horas después. En muchas ocasiones olvido toda cuestión referencial y todo pasa ahora. Puede que las distancias más grandes sean las que se instalan en la cabeza, aunque yo diría más bien que un océano hace cambiar la mentalidad de cualquiera. Si alguna vez me preguntas si me gustó estar aquí y te respondo con un “sí, pero hizo mucho frío”, no te lo creas. Si te interesa saber, exige que te cuenten la verdad en versión extendida, montaje del director. A lo mejor, y si das con una buena edición para coleccionistas, puedes disfrutar de unos extras, con escenas descartadas, entrevistas a los actores y declaraciones en exclusiva del equipo. Cierto es que cada vez me apetece menos hablar de lo que hago/como/vivo/lloro/río/viajo/veo/escucho… y ni siquiera cuando lo intento me sale bien. Me encanta ver cómo he perfeccionado el arte de no contar nada de mí a nadie, bajo ningún concepto. Aunque lo intente, ya no tengo credibilidad. Y aunque a veces quiera, ya nadie me lo pide.

De lo único que tengo ganas en este preciso momento es de estar en casa de mis abuelos, en el porche, debajo de las moreras, sentada en una mecedora, leyendo. Mientras, mi abuela ignora el hecho de que esté realizando cualquier otra actividad más que la de hacerle compañía, y me habla de las mismas historias de siempre porque la señora pierde la memoria de una vez para otra. Me cuenta cuando mi bisabuela se tiró al pozo ya que, según diagnóstico profesional, “tenía impulsos de matar o matarse”. Me recuerda a personas que se han muerto ya y que yo no conozco. Me dice que que mi bisabuelo se comió una tanda de higos con gusanos. En ese porche la vida no transcurre, solo hay una brisa pesada y algunos coches viejos que pasan para comprobar el nivel del agua de la acequia. El campo es seco, el agua para el regadío es demasiado salada y a mi abuelo se le va la cabeza. Ni siquiera hay piscina. Y esto no es ni siquiera nostalgia, es deber.

De tanto mirar hacia delante te olvidaste de volver la cabeza, no sea que te tuerzas el cuello y, de paso, te recuerden quién eres.

Jeunesses musicales; Claude Jutra, 1956.