El porno no es lo mío. Lo mío es nada. Un nada entonces:
Parte 2. Olimpia o la mujer esculpida.
<< Si la decadencia emergió alguna vez de entre las piernas de una mujer, esa mujer sería Diáspora, esposa de Hefesto. El susodicho desacierto resulto ser una niña (o eso dicen) a la que pusieron por nombre Olimpia. Sin embargo, y para disgusto de su madre, belleza mediterránea donde las hubo, la cría heredó la acritud del padre. Es más, Olimpia vino al mundo desafiando las leyes de la biología, con una sexualidad dual que aturdió a médicos y especialistas. Un dos en uno que hizo que la abuela de la familia cayese en coma profundo.
Lejos de querer sentirse como un animal de circo, Hefesto, científico al servicio de la guerra, hizo trasladar a su familia la base militar de Tatoi, al noreste de Grecia. En ese apocalíptico escenario creció la pequeña Olimpia. Mientras el padre se dedicaba a perfeccionar bombarderos y a suministrar base científica a militares con vocación asesina, la madre se consagraba a sus labores. De este modo, la base militar de Tatoi estaba dominada por la entrepierna de Diáspora, que se beneficiaba tanto a cadetes como a generales, sin importarle mucho más. La niña, respetada por salir de entre las piernas más reverenciadas de la región, nunca tuvo problemas con los soldados de la base. De hecho, fue allá donde le enseñaron las reglas del guerrero, que años más tarde la conducirían al centro de salud mental.
Olimpia se marchó prematuramente del nido familiar para trasladarse a Atenas, donde la religiosa paga mensual de Hefesto le permitió sumergirse en una vida de desenfreno, que en nada se parecía al aséptico entorno militar de Tatoi. Parca en palabras, las comunicaciones de la muchacha solían llevarse a cabo mediante la fuerza bruta. Pronto se forjó la leyenda, y su abultada silueta fue conocida entre las gentes que poblaban los suburbios de la capital. Brava, sin control, como una bestia que anda suelta, su primigenio modo de comportarse le valió el respeto de todos aquellos que llenan sus vidas como llenan sus vasos de cerveza. Entre esas calles, donde la basura se acumulaba y, junto a ella, el vicio, Olimpia era un alguien.
Ciertos hombres, venidos desde otros universos lejanos al suyo, se habían sentido atraídos por las múltiples historias que de ella se contaban, más allá de los muros derrotados de esos barrios. Existía una mujer tan grande como un hipopótamo, capaz de procurar placeres que ni siquiera sabías que existían. Hasta que apareció él y Olimpia se sumergió en sus propios goces. Cruzando el Océano Indico, pasando por el Mar Arábico y el Mar Rojo, atravesando Egipto, Simbad llegó finalmente al Mediterráneo.
Conocedor de las mujeres, supo cómo maravillarla. Ignorando el hecho de que ciertas personas no tienen derecho a ser amadas, ese hombre construyó un espejismo de vida para Olimpia. Ella, sintiéndose vulgar y ordinaria con la mayor de las sonrisas, supo adaptarse a una vida de horarios y tiempos muertos. Pero Olimpia era todo menos ordinaria: entre sus piernas se escondía el secreto que la había catapultado al Olimpo de los bajos fondos, como musa y estandarte.
Un día, de vuelta de uno de sus muchos viajes, Simbad llegó a casa acompañado de un tigre llamado Parjanya. Olimpia pronto se decantaría por el animal, olvidando parcialmente a su compañero. Pese a estar acostumbrada a la vida entre las personas, la mujer empezó a sentirse más a gusto con el animal de lo que nunca lo había estado con cualquier ser humano. Con él compartía instintos y modos, una afiliación que hacía de ellos una pareja perfectamente compenetrada. Fue el principio del fin de su vida como habitante de este mundo.
Durante uno de los muchos paseos que compartían Parjanya y Olimpia, la bestia emprendió un camino jamás explorado. La reacción de cualquier dueño hubiese sido obligar al animal a volver sobre sus pasos, siguiendo la senda segura, aquella ligada a lo cotidiano. Pero ella respetaba los instintos de su amigo, sabía que un animal crecido en la jungla siempre sería fiable, pese a encontrarse ahora sobre asfalto. Minutos después, ambos se hallaron a las puertas de uno de los burdeles que Olimpia frecuentaba en épocas vencidas, cuando su doble sexualidad dominaba la ciudad. El tigre la condujo y ella se dejó guiar, interrogándose sobre las razones que la hacían volver a ese lugar. Cuando Parjanya se paró frente a una puerta roja, la mujer la abrió sin dudar. Con el tiempo se arrepentiría de no haber dado media vuelta y haberse dirigido a casa para preparar la cena a Simbad. Pero su marido ya estaba merendando, ante sus ojos, la cabeza metida entre las piernas de Cindy, prostituta oxigenada con vagina ordinaria y vulgar.
Simbad murió en el acto. La furcia consiguió escapar, pese a que hoy en día todavía sufre dolores a causa de la falta de su oreja derecha, que le fue arrancada por una muy disgustada Olimpia. Parjanya miró a su ama, conocedor de la suerte que le esperaba. Siempre fiel a la mujer, esto no le salvaba de lo que venía a continuación. El haber sido testigo y promotor de tal vergüenza le condenaba a la muerte. Con dignidad, esperó a que Olimpia se acercase y pusiese las manos sobre su cuello, para empezar a apretar con firmeza. Los ojos de su ama, fijos en los suyos, le pedían perdón al mismo tiempo que expresaban un odio profundo. Odio por haberle arrancado, de repente, de una vida que le complacía por su vulgaridad. Pese a que fuese una mentira, era suya y nadie tenía derecho a acabar con ella. Ahora ni siquiera había mentiras en su vida, no había nada. Ni Parjanya, ni Simbad, solo un trozo de carne, parecido a una oreja, que todavía le colgaba de la boca.
Como era predecible, la encerraron en un manicomio. Nada más desembarcar en el centro, y antes de que la tomaran a la ligera, Olimpia subió su camisón de interna y mostró el contenido de su ser, que no era otro que un sexo deforme con atributos disociados. Esta vez había aprendido, hay que mostrar lo que eres. Porque, por mucho que una se esfuerce en disimular, el día de tu autopsia, cuando seas un cadáver al que hay que hacer una orden de defunción, lo único que contará será tu cuerpo desnudo e indefenso. Y lo que el médico forense encontrará, será un sexo atrofiado, que quizás sirva como cobaya para aquellos que se pretenden conocedores de la ciencia.
En su intento por ser ordinaria, Olimpia casi se olvida de que, la vida, como reflejo cimentado por mentiras e ilusiones fluctuantes, le estaba prohibida. Porque lo que ella tenía debajo de su camisón de interna era una verdad tan grande que estremecía. Las verdades absolutas son poco maleables. Se quedan en el mundo, impermeables al paso del tiempo.
Y así existió Olimpia, convertida en escultura. >>
Decadent Evil; una película que no hay que ver pero de la que me saco el título por feo; Charles Band, 2005.
como escritora de novela rosa para mujeres que no fluyen. Y digo fluir burdamente, de fluido y fluidos. Sin ninguna pretensión: