Cuando pienso en escribir lo que he hecho últimamente me doy cuenta de que tampoco tiene tanta importancia. He hecho muchas cosas, quizás más que nunca. Pero no tienen importancia por sí solas. Las cosas que hago las hago porque hay quien las hace conmigo. Si no, no las hago.
Ni siquiera escribo en mi diario rosa porque ya no soy desgraciada.
Intuyo que siento cosas pero no las identifico, me dedico a neutralizar mi cuerpo y mi mente. Voy de un lado para otro, pero no pienso en que voy a echar de menos esto o esto otro. Me despido de gente en kebaps de mierda con la boca llena de salsa. O en el aseo de mi casa. Hace un tiempo (mucho tiempo) me regodeaba en la melancolía. Y es que creo que hasta me gustaba. Pero claro, tuve mi despedida traumática en aquel aeropuerto y ya comprendí, al fin, que lo que se hace con los adioses es alargar el tiempo para poder decir absurdidades que, o bien las has demostrado cuando tuviste tiempo, o caen en saco roto. O para dar esos abrazos que antes no te atrevías a dar pero que ahoras crees justificados.
Me declaro oficialmente apocalíptica, en unos sentidos y en otros.
Fluctúo, voy como flotando de un lado a otro. De repente me dan ataques de miedo y a los pocos minutos vuelvo a mi estado natural, que tiene de todo menos naturalidad. En realidad creo que Esto me está afectando, me vienen cosas a la mente, se van… Todo dentro de los límites de la normalidad, no me dedico al sensacionalismo gratuito ni comercio mi vida privada con las otras vidas privadas que me acompañan. Pero tampoco me apetece comerciar con mi vida aquí, extraño. No me apetece cosa alguna, sinceramente. Solo hacer topless mientras leo un libro sobre niños que viven entre la podredumbre.
Cuando me encuentre sola y triste, pasando frío, con exigencias académicas de las de verdad y sin nadie que caliente mi camisón (por dios, no) siempre podré echar la vista atrás y pensar que un día vi borracho al hombre que nunca se pone borracho. Que me dijo que yo sería una sombra que vagaría por la facultad, por las aulas, por la cafetería. Que alabó lo bien repartidos que tengo mis quilos exportados de Francia, concentrados estratégicamente en puntos clave de mi anatomía. Luego ya pasamos a hablar de penes arrugados, que también tienen su ternura particular.
Y yo que empecé esto con voluntad catártica…pero hijo, que no hay manera. Lo intento, pero no sale nada bonito ni nada conmovedor. Por eso hoy no he sido capaz de regodearme como es debido en esa escena de playa digna de ser enmarcada (pese a que me escociesen los ojos por el humo y pese a esto y pese a lo otro). Por eso he empezado a hablar de cosas que, bien mirado, tampoco tenían su importancia vital en ese momento.
Hace un rato tuve miedo de algo, pero se me pasó. Así que aquí estoy, intentando que salga algo bonito que me haga quedar bien. Que frustración. Luego pasa lo que pasa, que lloro en las bodas. Bueno, en las bodas me emborracho y lloro a la mañana siguiente por generación espontánea.
Si tuviese superpoderes ahora mismo los utilizaría egoístamente para provocar una elipsis espacio-temporal y dejar de gastar mi tiempo soltando chorradas como esta. Aunque al menos he dicho algo, que es mejor que guardar silencio.
P.D. Quiero ser una calcamonía de esas que salían en los bollicaos de cuando éramos pequeños y dejarme ya de tanta tontería. Porque mira que tengo tontería en el cuerpo.