Princesas, pitufas o el drama de la ficción en femenino

La sirenita
Úrsula y Ariel. Ariel y Úrsula. Tanto monta monta tanto, porque «la belleza es mucho más que suficiente».

En algún instante de estos últimos meses se me pasó por la cabeza dejar de leer historias sobre mujeres tristes, sobre mujeres perdidas, sobre mujeres en busqueda continua. Error mayúsculo.

De nada sirve imponer autocontrol sobre algo que surge de manera natural. Más bien, de lo que se trata es de hacerse preguntas. Las preguntas adecuadas, para ser más precisos.

En un momento determinado incluso pensé que estaba entrando de lleno en terreno peligroso dada la empatía con la que suelo abordar los caracteres femeninos. Lo expresé en el post anterior, dedicado a Cinco horas con Mario: cuando la identificación se hace difícil, llega la extenuación. Así, y echando la vista atrás, me encuentro con que mis últimas lecturas (aparte de algún que otro guilty pleasure) siguen un proceso iterativo digno de poner en cuarentena.

Cinco horas con Mario, La mujer comestible, Aloma, Cat eyes, Las chicas… Y eso solo haciendo un ejercicio de memoria bastante corto… Porque ha habido otras mujeres antes, mucho antes. Y las seguirá habiendo en el futuro, de eso estoy segura.

Cuando me da por pensar que he hecho algo demasiado, se me ocurre preguntarme por qué hago ese «algo». Y, la mayoría de veces, una se da cuenta de que hace lo que hace porque en ese momento lo necesita. Así de sencillo.

Mi fijación por buscar (y encontrar) mujeres protagonistas se debe, en primer lugar, a que soy mujer. Pero esa no es razón suficiente, hay libros extraordinarios, peliculas buenísimas, series muy competentes… donde los protagonistas son hombres y las aprecio igual. ¿Igual? No, igual quizás no es la palabra.

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La chica del tren o el fin de la sororidad

Rachel lo ha perdido todo. Su marido la ha abandonado para formar una familia con otra mujer. Para más inri, ahoga sus penas en el alcohol mientras simula que no ha perdido su trabajo. Por ello coge el tren cada mañana. Un tren cuyo trayecto se interrumpe siempre frente a una casa en concreto, donde viven Jess y Jason. Una vida de ensueño que la protagonista observa tras el cristal de su vagón, sabiendo que lo tuvo todo y que lo ha perdido para siempre. Solo que Jess y Jason solo existen en la cabeza de Rachel, como la proyección de sus propios deseos y frustraciones. La realidad, como suele pasar, es mucho más turbia. Un día, Jess desaparece y Rachel se ve involucrada en el caso. No se puede fiar de nadie, ni siquiera de sí misma.

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Hola, soy la Rachel de la adaptación cinematográfica… ¿a que tengo buena cara pese a ser una alcohólica redomada? Ah, que es Hollywood y Emily Blunt es una de esas «feas de cine».

Sinceramente, este es uno de esos libros cuyo interés se da por concluido justo cuando llegas a la última página. Sí, tu pulso se altera un pelín hasta que consigues saber quién es el asesin@, pero el interés desfallece una vez llegados a ese punto. Hay muchos libros así, no es un problema, pero tampoco es un placer. Placer es Diez Negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Asesinato en el Orient Express Libros que no solo te ofrecen una salida o, dicho de otro modo, el alivio que se experimenta al conocer quién está al final de la madeja… sino también un largo e interesante viaje. No desear que se acabe, no querer conocer quién clavó un cuchillo en ese cráneo. Que el libro dure para siempre.

Sin embargo, ese es otro debate, y el que aquí nos ocupa es mucho más mundano.

Puede que si mis conocimientos en teoría de género fuesen más avanzados este artículo sería más jugoso. Aún así voy a analizar el best-seller de la (pasada) temporada, La chica del tren (Paula Hawkins, editado en España por Planeta), en clave de género. No se me ocurre cómo hacerlo de otro modo, carecería de interés.

Atención, spoilers.

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